Hace unos días, un militar ucraniano cuya unidad resiste en Avdiivka los asaltos repetidos de los rusos que, después de intensa preparación de artillería, drones y bombardeos, lanzan olas de infantería una tras otra, exclama: “Saben morir mejor que nosotros. Marchan como zombis indiferentes a la metralla que tumba a sus compañeros. El otro día rodeamos un pelotón de una docena de soldados. No quisieron rendirse y se mataron con sus granadas. Nosotros jamás haríamos eso”.
El filósofo político ruso Serguei Medvedev acaba de publicar A War Made in Russia (Polity Press). Su tesis es que la guerra de Rusia contra Ucrania no es el resultado de la obsesión de un hombre, el presidente Putin, sino el resultado de veinte años que empezaron con una terrible guerra, la guerra atroz de Chechenia que duró seis años. Subieron juntos de intensidad el autoritarismo estatal (y eclesial) y el resentimiento de una nación privada de su grandeza imperial. La guerra rusa contra Ucrania se sitúa en apogeo de esa evolución.
En 2022, cuando Vladímir Putin decretó una movilización importante, si bien parcial, la reacción general fue de resignación, con la excepción de los que tenían pasaporte y la posibilidad de exiliarse. En primavera de 1904, cuando el imperio movilizó para la guerra ruso-japonesa, León Tolstoi escribió, gritó: “Atontados por las oraciones, los sermones, los llamados, las procesiones, las imágenes, los periódicos, cientos de miles de hombres uniformados, equipados con aparatos para asesinar –carne de cañón– , con angustia en el corazón pero aparentando valor, dejan a sus padres, a sus mujeres y niños para ir allá donde, arriesgando la vida, van a cometer el más terrible de los crímenes, el asesinato de hombres que no conocen y que no les han causado ningún mal”.
“La historia de Rusia se repite, escribe Serguei Medvedev, bajo sus peores manifestaciones, reproduciendo siglo tras siglo escenas de crueldad de Estado, de arbitrario burocrático y de sumisión popular”. No hay cifras oficiales pero las estimaciones en cuanto al costo humano de la guerra son tremendas: entre 150 y 230 mil muertos y heridos para Rusia, entre 100 y 150 mil para Ucrania. Algunos observadores pensaron que las altísimas bajas sufridas por los rusos en 2022 iban a convencer a Moscú de poner fin a la guerra. Después de todo, una de las grandes preocupaciones del presidente Putin es repoblar a una Rusia que tiene cada año más difuntos que nacidos. Era olvidar que el Estado ruso ha considerado siempre al hombre como una materia prima inagotable, renovable y barata. Pedro el Grande, los grandes generales de Catalina (Grande también), Alejandro I, Nicolas I y Nicolás II, los de Stalin nunca ahorraron la sangre de sus soldados. En el sitio de la ciudadela turca de Azov, a finales del siglo XVIII, sitio al estilo antiguo, con escaleras para trepar, el famoso Alexander Suvarov, gloria eterna del ejército ruso, lanzó una primera ola que murió al cruzar las zanjas; la segunda fue también aniquilada, pero la tercera pudo pasar sobre los cadáveres que llenaban las zanjas. Bien dijo el mariscal Georgui Zhukov, a quién el general Dwight Eisenhower reprochaba cortésmente sus cien mil muertos inútiles de la batalla de Berlín, en abril-mayo de 1945: “Los muchachones los repondrán”.
“El Estado obedece a la lógica de las cifras altas: que doscientos mil soldados perezcan en Ucrania, como lo estima la Secretaría de Finanzas en el ramo de “gastos funerarios” para dar a las familias de los militares caídos en 2022-2023, según una indiscreción vuelta pública (…) eso no es nada comparado a los ocho millones de personas que viven en Crimea y en los territorios ocupados del Este de Ucrania. El tratamiento de la población como materia prima tiene su propia aritmética”. (Serguei Medvedev) Y su lógica social: el ejército reclutó en las regiones y las categorías más desfavorecidas, empezando por los 50 mil convictos que Wagner metió en el molino de carne. La periferia pobre dio la mayor parte del contingente, mientras que Moscú, San Petersburgo y su región no fueron tocados. De los 16 millones del gran Moscú, se llevaron 16 mil hombres, mientras que la leva alcanzó 90 por ciento de los tártaros de Crimea.