Todo el año la liturgia está marcada por la tragedia de aquel viernes de muerte de Jesús y de aquel domingo de su resurrección. La angustia de morir, cómo bien lo experimentamos en el tiempo nada litúrgico de la pandemia, ocupa un lugar importante en nuestra vida. Bien lo saben los psicoanalistas. La muerte está a mi lado, por más que la olvide, por más que me sienta inmortal. La juventud eterna, sueño de nuestra sociedad, no existe. Eso sí, existe y la vivimos, una extraordinaria prolongación de la esperanza de vida, diez, veinte años de más que, muchas veces, no sabemos gozar.
La vejez llega discretamente. Uno ni cuenta se da, hasta que las observaciones de los pequeños nietos: “Abuelo, eres muy viejo, ¿verdad?”, las preocupaciones de los hijos, a la hora del covid-19: “Quédense en casa, ya no los van a visitar los niños, porque son muy contagiosos, mientras que ustedes, por su edad, pertenecen al grupo amenazado”, nos obligan a contar nuestros años, y los que nos podrían quedar. Algunos quedan activos y espléndidos hasta el final; muchos sobreviven. Le agradezco a Arnoldo Kraus sus reflexiones en las páginas de EL UNIVERSAL del domingo. Ayudan a vivir mejor, a entender que la vejez favorece una nueva forma de conocimiento, “ese conocimiento que el Oriente cristiano define como la unión de la inteligencia y del corazón” (Olivier Clément).
A veces, la angustia de la muerte cae como un rayo del cielo azul: en un momento de exceso de felicidad, de belleza, frente a un paisaje, en un transporte musical, en el abrazo de un niño, de la persona amada. No dura mucho, pero es como una puñalada instantánea. Ni modo, somos seres de amor y de angustia, de deseos vanos y nobles, en un mundo donde la corrupción y la muerte son omnipresentes, al lado de la vida. Prendo la radio, a las 8 de la mañana, y oigo que “el día de ayer fue el más violento del año con 106 homicidios”. Cambio de estación y olvido gracias a Vivaldi. La muerte y la vida. La muerte, en nuestro país, es un gran tema político, o debería serlo. La muerte violenta, claro. La que es, debería ser evitable. No recuerdo quién dijo que “hoy, la humanidad huye de la muerte, pero multiplica los medios de su propio suicidio”.
Cada año, a principios del mes de noviembre, la costumbre popular que coincide con el calendario litúrgico cristiano, con las dos fiestas gemelas de Todos los Santos y Todos los Muertos, celebra la vida. Visitar a los muertos, llevarles flores, sentarse a su lado en el panteón para beber y comer, derramar una copita sobre la tumba… todos estos gestos están en perfecta sintonía con la belleza de la liturgia que celebra siempre la alegría de Pascuas, de la resurrección. En palabras del P. Sofrony, monje formado en la escuela del Monte Atos, de “los atletas de Dios”, el cristianismo no es una ideología, sino la resurrección. Don Pancho Campos, cristero de Santiago Bayacora, Dgo. manifestaba la misma tranquilidad alegre: al lado de su pobre casita, dormía la siesta, al aire libre, en el modesto ataúd que se había fabricado. Me decía, en 1973: “Así me acostumbro para, luego, esperar la resurrección”. Don Ezequiel Mendoza Barragán hablaba de la misma manera y, sin haber leído nunca las fioretti de Francisco de Asís, me decía que la muerte es una madre bondadosa que nos lleva –y levantaba la mano para enseñarme el cielo–; la última vez que nos despedimos de él, mi esposa y yo, nos dio la bendición y nos dijo que nos reservaría un lugar, allá… y apuntó hacia el cielo.
Al final del sepelio, los cristianos ortodoxos y los greco-católicos cantan: “Cristo ha resucitado de los muertos. Por la muerte ha vencido a la muerte. ¡A los que están en los sepulcros, ha dado la vida!”.