Birmania, ahora Myanmar, ha tenido una historia demasiado violenta desde su independencia en 1947. En ese mismo año, el líder independentista que había combatido a los japoneses en 1944-1945, Aung San, entonces primer ministro, que había negociado exitosamente con la potencia colonial inglesa, cayó asesinado por un rival, en compañía de seis de sus ministros. Dejaba una huerfanita de dos años, Aung San Suu Ky, que retomaría en 1988 la senda política de su padre. Los militares han tenido el poder en los últimos sesenta años y no les gustó la llegada de una mujer con abolengo prestigioso. Ella fundó en seguida la Liga Nacional por la Democracia (Su padre había creado la Liga por la Libertad del Pueblo) y fue arrestada, por primera vez. En 1990 su partido ganó unas elecciones que la Junta Militar canceló en seguida. Aung San recibió en 1991 el Premio Nobel de la Paz, lo que les hizo a los generales lo que el viento a Juárez: la mujer pasó veintiún años asignada a residencia, con unos breves momentos de libertad.
En enero de 1995, ella publicó un manifiesto para precisar que no pasaría ningún acuerdo secreto con la Junta para conseguir su libertad; ya tenía cinco años separada de su esposo y de sus dos hijos, pero seguiría luchando pacíficamente por la democracia. La Junta, conocida como “Tatmadaw”, contestó que no la soltaría antes de ver aprobada la nueva constitución que le garantizaría el poder. Desde aquel entonces no ha permitido la instauración de la democracia encarnada por esa mujer irreductible. En el mismo mes de enero del 95, la BBC presentó un documental que ilustraba el carácter implacable de la Junta: la construcción de una línea de ferrocarril, “el tren de la muerte”, por una multitud de esclavos reclutados entre las minorías étnicas (la tercera parte de la población), en particular entre la minoría rohingya que había empezado a huir en masa (1991) a Bangladesh.
Nada nuevo bajo el sol, pero el mundo había olvidado por completo ese primer éxodo, cuando, recientemente, la Junta emprendió la “limpieza étnica” contra los rohingya. La novedad es que Aung San había sido liberada en 2010, hasta ganar una diputación en 2012 y llevar su partido a la victoria electoral en 2015. Empezó entonces un extraño episodio de cogobierno (¿?) entre la Junta y la Liga Nacional por la Democracia, con su líder de primer ministro sin el título. Ahora bien, la titular del Premio Nobel de la Paz no sólo no levantó la voz a favor de los rohingya, sino que justificó la limpieza étnica como una necesidad de seguridad nacional contra una “rebelión terrorista” (inexistente): 2017, éxodo de 750,000 personas. Esa terrible concesión no la salvó, a su partido que había arrasado en las elecciones de noviembre 2020, tampoco: el 1 de febrero del presente año, los militares la arrestaron una vez más y pusieron fin a lo que algunos optimistas habían interpretado como una “transición democrática”.
La Junta no esperaba la reacción popular que no tardó en manifestarse en las ciudades como en las alejadas regiones de antiguas guerrillas, a la periferia, sobre las fronteras. Para acabar pronto con las manifestaciones en las ciudades, los militares sacaron de las zonas guerrilleras sus temibles divisiones de infantería que reprimen como saben hacerlo: tiros a balas reales contra jóvenes que manejan resorteras y cocteles Molotov: cerca de mil muertos (contabilizados) hasta el 8 de mayo. Mientras tanto, las numerosas, divididas, interminables guerrillas étnicas volvieron a la lucha, por primera vez en relación con la mayoría “bamar” (la que dio su nombre a la Birmania histórica).
Al lado del partido de Aug San, parece que se formó un Gobierno en la sombra que, por primera vez en la historia birmana, se define como federalista y afirma que la democracia no puede florecer sin respeto a las minorías perseguidas durante décadas. Es de desear que funcione el viejo dicho mexicano: “No hay mal que por bien no venga”.