Uno puede disentir del Papa Francisco en muchos puntos, puede criticar sus intervenciones y no intervenciones en política internacional, y reconocer sus meritorios esfuerzos para enfrentar serios problemas de la Iglesia católica, como los de su gobierno, de sus finanzas, de la corrupción moral de varios de sus dirigentes. Pero, además de saludar su apertura en las cuestiones de sexo y género, uno se alegra al leer su “Carta del Santo Padre sobre el papel de la literatura en la formación”, publicada el 17 de julio próximo pasado. Que yo sepa, no ha encontrado eco en México, quizá porque salió durante los Juegos Olímpicos que captaban toda la atención –cuando formuló esa benévola hipótesis, me doy cuenta que no me la creo– y es una lástima porque es un viento fresco que sopla de repente. Una carta breve que se puede leer en .

¿Qué siente Usted? querida lectora, estimado lector, al escuchar esas palabras: Seguido, en el aburrimiento de las vacaciones y la soledad de ciertos barrios desiertos, encontrar un buen libro para leer se vuelve un oasis que nos aleja de otras decisiones que no nos harían bien. Esa invitación a la lectura no la lanza Gabriel Zaid, tampoco el director del Fondo de Cultura, sino el Papa argentino, un jesuita apasionado tanto de futbol como de literatura, un hombre que no habla solamente a los católicos, a los cristianos, sino a todos. “El papel de la literatura en la formación”: ¿de quién? De todos, de los sacerdotes, de los maestros, de los profesores, de todas y todos los que tienen responsabilidades pedagógicas, que deben ser bien formados para, a su vez, poder formar bien. De nuestro Secretario de Educación, para empezar.

El historiador puede, sarcásticamente, certificar que hace mucho que la Iglesia se ha interesado en la literatura: el Concilio de Trento, en el siglo XVI, entre muchas cosas, inventó el famoso Índex de los libros prohibidos que funcionó hasta el Concilio del Vaticano II. Broma aparte, el interés del Papa Francisco es mucho más positivo. Su apología de la literatura es muy generosa y no se limita a la literatura que encuentra su inspiración en el cristianismo. Me dirán que sus argumentos no son nada nuevos, que Aristóteles ya lo había dicho y cuantos autores más, hasta Paul Valéry y Gabriel Zaid. ¿Y qué? ¿No vale la pena repetirlos en una época no especialmente favorable a la edición, a la difusión, a la lectura de obras literarias?

Él afirma, con toda su autoridad, que la lectura de poesía y novela es el fundamento de toda educación. La literatura obliga a escuchar la voz del otro, de otra persona y de otras culturas, invita a viajar en el espacio y en el tiempo, a entrar en la mente y el corazón del prójimo. Habla de empatía, simpatía, salida de sí mismo; dice que nos cura de la incapacidad emocional –más allá de las emociones superficiales– que engendra nuestro mundo, nos obliga a salir del individualismo que caracteriza la época. No desdeña la aportación formativa del cine y de los medios audiovisuales, pero subraya que la literatura tiene una incomparable eficacia, porque, de todas las artes es “la más democráticamente accesible”, “un arte pobre”; uno puede leer en toda circunstancia sin necesaria y costosa tecnología. Después de todo, la pobreza es la esposa de Francisco, el poverello de Asís… La lectura estimula la imaginación, la reflexión y análisis, no es pasiva. Ciertamente, en todo esto, no hay nada original, me dirán ustedes.

Lo original, si uno piensa que el autor es el Papa de Roma, es que no recomienda las obras edificantes, las de la “Buena Prensa”. Lejos de clasificar moralmente las obras en “buenas” y “malas”, afirma que debemos leer toda la literatura, la buena en calidad literaria, no la mediocre, no la comercial del efímero bestseller; toda la literatura sin excepción, porque “la ficción es un ejercicio espiritual”, “una gimnasia del discernimiento” que permite sentir “la inutilidad, quizá la imposibilidad de reducir el misterio del mundo y del ser humano a una polaridad verdadera/falsa, o justa/injusta”.

Historiador en el CIDE

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