Muchos rusos no aceptan —y si las aceptan no las entienden— las independencias de Ucrania, Bielorrusia, Estonia, Letonia, Lituania, Moldavia. Cuando el Patriarcado de Moscú no acepta la autonomía de las iglesias ortodoxas de Estonia, Ucrania y Europa occidental, obedece a la misma lógica imperial, que en el campo religioso ha sido definida por la Ortodoxia, en 1872, como una herejía llamada “filetismo”, es decir la confusión entre la idea nacional y la fe.

El drogadicto neo-nazi Putin que manda bombardear el memorial sagrado de Babi Yar, sobre el sitio de la masacre de treinta mil judíos, en 1941, por los nazis, el hombre que quiere matar al presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, judío como su primer ministro, dice que Ucrania no existió nunca, que siempre fue la “Pequeña Rusia”, provincia del imperio y cuna de la “rusidad”. Seguro que se lo cree, pero el historiador les puede asegurar que no es cierto y que, si de genealogía histórica se trata, Kyiv le lleva varios siglos de antigüedad a Moscú y tiene una historia que no tiene nada que ver con Moscú, antes de las primeras anexiones de finales del siglo XVII.

El Gran Principado de Kyiv, fundado a finales del siglo IX, cristianizado a partir de 988, estuvo en contacto estrecho y constante con la Europa occidental que lo llama “Rutenia”, palabra que se usó todavía en el siglo XIX, palabra ennoblecida como “Roxelania” por los humanistas del Renacimiento. En la alta Edad Media latina, Rutenia es el equivalente de Rus’, palabra que los griegos escriben “Rosita”. Esas palabras remiten a la discusión ideológica entre historiadores, antes de la URSS, durante la URSS y después de su implosión, sobre Rus’ y Rusia, Kyiv y Moscú y “todas las Rusias” (bajo la férula de Moscú: concepto imperial por excelencia). Los nostálgicos del imperio afirman que Moscú hereda de Kyiv la tarea histórica de juntar todas las Rusias, mientras que se vale afirmar que Kyiv es el núcleo de otra entidad, la de una Ucrania/Rutenia que no consigue su Estado independiente sino hasta 1991. La violencia y la persistencia de la polémica señala la importancia de la cuestión rutena y lo peligroso que se vuelve la historia cuando se pone al servicio de la pasión.

Desde 1349, Rutenia quedó incorporada al vasto conjunto formado por la unión de Polonia y Lituania, hasta 1772, fecha del primer reparto de la comunidad entre Rusia, Prusia y Austria. Un siglo antes, Rusia se había apoderado de Kyiv y había suprimido la independencia de su Iglesia ortodoxa. Firmemente atada a Europa, la Rutenia conoció todos los avatares de su historia: Renacimiento, humanismo, universidades, órdenes religiosas, Reforma y Contrarreforma; además fue el refugio de los judíos expulsados de todos los reinos cristianos, menos los judíos españoles que se fueron a la África del Norte y al imperio otomano. A lo largo de los cuatro siglos de la comunidad que me atrevo a llamar “Polituania” y que se definía como res pública, con un rey electo, los rutenos pudieron enorgullecerse de sus libertades, entre las cuales la religiosa no era la menos importante. Vivían en paz católicos y ortodoxos, luteranos y calvinistas, arrianos, antitrinitarios, judíos y hasta musulmanes. Bien dijo el rey Esteban Batory (1576-1586), el que derrotó a Iván el Terrible: “Soy el rey de los pueblos, no de las conciencias”. Y el rey Sigismundo Augusto no cede ni un día a las presiones del papa Pablo IV, quien le ordena perseguir a los protestantes. Ese Commonwealth, esa comunidad, fue única en Europa, con la triangulación asombrosa entre católicos, protestantes y ortodoxos. Hasta la fecha, Ucrania se distingue por su pluralismo religioso que no tiene nada que ver con el dominio de la Iglesia Ortodoxa Rusa de un Patriarcado de Moscú estrechamente unido al Estado.

Desde 1589, cuando el zar Boris Godunov logró la erección de la metrópolis moscovita en Patriarcado, Moscú ha intentado imponer su dominio absoluto sobre la iglesia, entonces rutena, ahora ucraniana. ¡Presidente Putin, Patriarca Kirill, mismo combate!


Historiador en el CIDE