Jean-Paul Sartre desconfiaba de la “democracia burguesa”, como se puede ver en su escrito “¿Estamos en democracia?”: “Creemos sentir en cada instante nuestras libertades y nuestros derechos porque nos persuadieron primero porque vivimos en un régimen democrático. Pero, si en lugar de ejercer realmente mi derecho de voto, no hiciera más que participar en la irrisoria ceremonia del boletín y de la urna, en una palabra, si mis actos de ciudadano se transformasen secretamente en gestos, me adoctrinaron tan bien que ni cuenta me daría”.
Mi abuelo materno, hijo de campesino, maestro de primaria, me dio una clase de educación cívica cuando tuve doce años: “El derecho de votar significa el deber de votar”. Quince años después, Rafael Segovia demostró al absentista en que me había vuelto que la abstención es, de todos modos, un voto, y el peor de los votos, un voto negativo que debilita la democracia. Mi abuelo continuó su clase explicándome que no había que votar con el corazón, sino con la razón y me expuso claramente lo que es votar por el mal menor, y lo que es el voto útil. No había leído a Aristóteles, pero, años después al preparar mi clase encontré lo que me había dicho, en otras palabras, el sabio abuelo: “El principio de base de la constitución democrática es la libertad. Una de las formas de libertad es pasar de ser gobernado a ser gobernante y viceversa. En efecto, lo justo, según la constitución democrática, es que cada uno tenga una parte numéricamente igual, y no según su mérito, y, con tal concepción de lo justo, es necesario que la masa sea soberana, y lo que parece bueno a la mayoría será algo insuperable”.
El domingo próximo votaremos por veinte mil puestos de elección popular, incluyendo quince gubernaturas y quinientas diputaciones federales. Dicen que será la elección más grande de la historia y una de las más importantes, si no la más. Vale la pena escuchar a Raymond Aron: “El primer principio de la democracia es el respeto de las reglas o de las leyes, puesto que la esencia de la democracia occidental, es la legalidad en la competencia por el ejercicio del poder, en el ejercicio del poder. Una democracia sana es el respeto que tienen los ciudadanos no solo de la Constitución que fija las modalidades de la lucha política, sino de todas las leyes que delimitan el marco en el cual se desarrolla la actividad de los individuos”.
Nuestra constitución, tantas veces remendada, respalda la división de poderes y enmarca el poder presidencial con los órganos del Estado autónomos e independientes, tal como lo señala Aron. Es el resultado de una larga transición democrática que empezó en 1977 gracias a don Jesús Reyes Heroles y duró veinte años hasta que en 1997 se acabó la “presidencia imperial”. La consolidación institucional en los veinte años siguientes nos permite votar libremente, nos ordena votar libremente el domingo próximo. Y, después, que todos, a todos los niveles y en todas las localidades, grandes ciudades y pueblos pequeños, acepten los resultados. Claro, recurriendo a lo que prevee la ley en casos de escándalos innegables, pero nunca en un ambiente de odio y de guerra civil potencial. No recuerdo quien dijo que “cada persona es una guerra civil”, a propósito de nuestras contradicciones personales; nuestro país, como tantos países de América latina, tiene una larga historia de guerras civiles. Ha pagado un precio muy alto, en el siglo XIX y de nuevo en el siglo XX; las guerrillas urbanas y rurales, reaccionaron a la violencia de los gobiernos de los años sesenta, convencieron al gran político don Jesús de la necesidad de la “transición democrática”, lo que permitió cambiar las armas por las boletas electorales ¡Todos a votar, pues!