No he olvidado dos fotografías. La de un niño, acostado boca abajo, sobre la playa, con short y playera, azul y rojo; la del mismo niño en brazos de un militar o policía, en la playa, al lado del inmenso y tranquilo mar. Uno entiende en seguida que el niño está muerto, se ve en la cara del hombre. Está triste por la muerte del niño, por la quiebra del mundo. El niño tiene tres años, se llama Alan Kurdi, su familia huía de la guerra en Siria. Septiembre de 2015. Hace unos días, vi otra fotografía, la de un niño festejando sus seis años, me gusta su camisa de cuadros, con su sombrerito, leo “Happy Birthday” y en el piso están los regalos que acaba de recibir. Pero si el New York Times publica la fotografía de Wadea Al-Fayume es que acaba de morir en Chicago, apuñalado 28 veces por un señor que piensa castigar así la matanza perpetrada por Hamas en Israel. El pequeño Wadea pertenecía a la comunidad palestina estadounidense de Chicago. Le encantaba el Lego, el futbol…

Cada año con motivo de los dos primeros días de noviembre, fiesta de Todos los Santos y Día de Muertos, escribo con cierta alegría sobre el motivo del doble festejo litúrgico y social. Hoy me cuesta trabajo porque recuerdo a los 200 mil ucranianos y rusos ya caídos en una larga guerra que va para largo, recuerdo a los 1,500 israelíes víctimas de Hamas y a los miles de civiles palestinos –7,500 el día 26 de octubre, de los cuales más de 2,500 menores– víctimas del bombardeo israelí indiscriminado que machaca a Gaza, en el marco de un conflicto que empezó en 1947 para la eternidad.

Son tantos los muertos que no han tenido una muerte natural, son tantos nuestros compatriotas asesinados (160 mil en los últimos cinco años), son tantos los civiles y los militares que caen y caerán bajo la metralla, las bombas y los misiles, en tantas regiones del mundo, que escucho a Joseph Roth cuando dice en su Anticristo “los muertos quedaban sólo a un paso de este mundo, los vivos a un paso del inframundo”.

A principios de este mes de octubre, un pueblo muy pequeño de Ucrania, llamado Hroza (300 habitantes) sufrió una terrible tragedia. Sepultaban a un soldado caído en el frente de guerra. Después de la ceremonia, fueron al convivio tradicional que fue interrumpido por un misil que mató a 59 personas, entre los cuales a todos, absolutamente a todos los familiares del soldado. Conocí entonces que el Anticristo se encuentra también entre los judíos, como en el mundo entero. Está en las casas de Dios, se trepa en las cúpulas y en las cruces de las iglesias (Joseph Roth).

Para no desesperar, recordemos que los cementerios ucranianos no son lúgubres y en ellos se respira una atmósfera casi familiar. Entre las tumbas hay bancos para sentarse, a veces también mesas para comer con los difuntos. Después de la misa y del entierro, los asistentes se reúnen para la comida funeraria en la cual no puede faltar un pan de masa con levadura, símbolo de la resurrección y de la vida eterna. Se sirven, entre otros platos, el famoso borsch, la pasta rellena varenyky, rollitos de col, fritangas, papas y dulces. Al otro día del sepelio, se acostumbraba, y todavía se acostumbra fuera de las grandes ciudades, desayunar con el difunto. Sobre la tumba se extiende un mantel y se comen pan, embutido, pepinos y pasteles. Todo esto se repite al año, y también en el día de muertos. Nunca falta el aguardiente horilka y la primera copa es para el difunto.

En todas partes, tanto en Kyiv, Kharkiv y demás grandes ciudades, como en el campo, el día de muertos y también en las dos semanas que siguen la Pascua, millones de ucranianos, vestidos de domingo, visitan los panteones. Sobre las mesas ponen huevos pintados, símbolos de resurrección, pasteles y dulces. Comen y beben al lado de las tumbas para mantener viva la memoria de los difuntos. México y Ucrania, mismo combate para mantener la fraternidad entre vivos y muertos. Amén.

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