La parrilla es el suplicio sufrido por San Lorenzo, mártir, que murió quemado en una parrilla. “¡Pónganlos a todos en la parrilla!”, grita, no un sicario mexicano, sino un soldado ruso en Ucrania. Es lo que se oye en el documental Intercepted de Oksana Karpovych, documental presentado en el festival de Berlín de 2024. Uno ve ciudades ucranianas destruidas y, con fondo sonoro, los registros de conversaciones telefónicas de soldados rusos con familiares, madre, esposa, novia, amigos. Para difusión en Ucrania pusieron otro título: Mirnye liudi, gentes pacíficas. ¿Serán aquellos ucranianos víctimas de la guerra? Casi no se ven, así que hay que pensar con amarga ironía que se trata de los soldados y oficiales rusos cuya voz se escucha a lo largo de la película.
Visualmente, es como hojear un álbum fotográfico: tomas de ciudades, edificios, calles, plazas, departamentos bombardeados, parcial o totalmente arruinados; vacas que rumean tranquilamente en el campo, casas calcinadas en aldeas y pueblitos, una playa de río donde juegan felices unos niños: al fondo, en la otra ribera, se perfilan unos edificios destruidos. Y, mientras desfilan las fotos, uno escucha, sin ver a los que hablan, “todo un drama radiofónico cuyos actores parecen fundirse en un destino común, un retrato alegórico del invasor, del violador y del saqueador de hoy” (Cito a Anton Nolin, crítico de cine, redactor en jefe de la revista rusa El Arte del cine, ruso que se exilió por su oposición a la guerra). “Los diálogos son tan monstruosos que, por más que uno quiera, no se puede suspender la audición”.
Esa “gente pacífica” es muy grosera, como todos los soldados, como todos los adolescentes del mundo. Eso es lo de menos: “¡Puta, estos viven mejor que nosotros!”, exclama antes de explicar a su madre: “¡Me chingué unos triques!”. Y la señora le contesta: “¡Amor, con todo lo que les regala el Occidente!”. Otro soldado describe emocionado, los tenis que se ha llevado: “Aquí todo es de calidad. ¿Cuál ruso dejaría de servirse?”. Luego promete a su hija llevar una laptop, antes de contar que cumplen las órdenes de sus oficiales de liquidar a los civiles: “En general, uno cacha a los nazis en masa, sin ablandarse, hoy temprano atrapamos a tres y nos los echamos”. Un silencio. “¿Me oyes? –Si, te oigo– Entonces ¿por qué no dices nada? Estoy en choque”.
Casi nunca pronuncian el nombre de Putin, mencionan al puto OTAN que tiene bases en Ucrania y a los pérfidos gringos; ya caliente, uno se exalta: “¡Maten a todos estos culos negros de mierda, pónganlos a todos en la parrilla, que terminen como los zeks (los presos del GULAG) con un mango de escoba en el culo!”. Un soldado afirma que “soy ahora un verdadero hijo de puta, puedo darles directamente un tiro en la cabeza, no tengo miedo, no estoy presumiendo, me vale madre”. “¿Cómo te va corazón? Pregunta una madre. “Torturamos a los presos” y detalla el soldado lo que hacen. Otro muchacho se queja: “Aquí, matamos gente, mamá ¿Seguro que son gente?” pregunta ella en tono dubitativo.
Los diálogos son tan tremendos que a veces cuesta trabajo creer que son reales. El ruso Nolin dice que “es muy difícil creer que compatriotas, ciudadanos, electores, contribuyentes de un país moderno, puedan pronunciar tales palabras. ¿Se puede decir tales cosas en el siglo XXI?”. En la Berlinada, el público le preguntó a Oksana Karpovych si los registros eran auténticos o si actores habían hablado a partir de un material documental. Ella contestó que las grabaciones eran auténticas y que las voces eran de verdaderos soldados, de sus parientes y amigos. Al final del documental, vemos a unos rusos presos en una sala que comen en silencio. No se trata de una propaganda grosera para deshumanizar al enemigo. En la voz de muchos soldados, se percibe tristeza, miedo, hasta desesperanza. No todos tienen ganas de matar. Cada soldado es consciente de lo que está haciendo.
Historiador en el CIDE