Dicen que Marx dijo que cuando la historia se repite, la primera vez es una tragedia, la segunda, una comedia. Pensaba en Napoleón, el trágico, y en su sobrino, Napoleón III, el de la intervención francesa en México, en el papel de cómico. En realidad, los dos imperios franceses terminaron de manera trágica, en una derrota definitiva. En ambos casos, la guerra acabó con la guerra. Cuando pienso en la guerra franco-prusiana de 1870-1871, me doy cuenta de las ilusiones europeas en aquel entonces. Sin embargo, no habían faltado las advertencias. Bismarck, el canciller de hierro, empezó con una pequeña guerra de agresión, totalmente injusta, contra el pequeño Dinamarca a quién quitó su provincia de Schleswig-Holstein. Europa dejó hacer. Envalentonado, Bismarck se lanzó en una guerra relámpago contra Austria y la derrotó en una sola batalla –lo que convenció a Napoleón III de retirarse cuanto antes de México–; la tercera fue la vencida y Francia perdió Alsacia y la mitad de Lorena.
Lo que me conduce a una historia comparable que se desarrolla de nuevo en tres etapas, ante la pasividad de Europa: el canciller Hitler invade Austria antes de anexarla mediante un referéndum a su medida; la segunda etapa lleva a la desaparición de Checoeslovaquia, aceptada por Paris y Londres que no quieren guerra; la tercera, a la hora del pacto entre Hitler y Stalin, es la guerra contra Polonia y su reparto entre los dos gángsters. Empieza una guerra mundial, la única manera de poner fin a las guerras del Reich y de su aliado japonés.
Lo que me conduce a otro paralelismo. A fines de 1999, Vladimir Putin emprendió la guerra total y sin cuartel contra la pequeña Chechenia, mientras que el resto del mundo cerraba los ojos: primera llamada. En agosto de 2008, segunda llamada, la guerra relámpago contra la pequeña Georgia que pierde dos provincias: protestas puramente verbales y sin consecuencias. Envalentonado, Putin se lanza en 2014 contra Ucrania, le quita Crimea y emprende la conquista del Donbass, el Sureste de Ucrania; como el hueso es muy duro de roer, acelera en febrero de 2022 y se lanza a la guerra total, bautizada Operación Especial, Spetsoperatsia. Bismarck hizo sus guerras para fundar el Imperio alemán, Hitler, las suyas para fundar un Tercer Reich de mil años, Putin, para resucitar el Imperio zarista y soviético. En los tres casos sobraron las advertencias y no faltó Casandra, la cual no fue escuchada, como debe ser.
Ahora, buenas almas como los presidentes Lula y Macron ofrecen su mediación (como el presidente Sarkozy, en 2008, cuando Putin invadió Georgia) y nos explican que un cese al fuego es indispensable para lograr la paz. Y, Lula dixit, si el precio de la paz es ceder territorio a Putin, que lo haga Ucrania. Pues, no. Con Mussolini de mediador, de Mister Buenos Oficios, los franceses y los ingleses sacrificaron a los checos en Munich, para conservar la paz, entreguismo cobarde que condujo a la guerra mundial. Obligar Ucrania a ratificar la anexión unilateral de Crimea en 2014, y la anexión unilateral de cuatro distritos en el Donbass, a fines de 2022, es repetir Munich. Munich fue peor que un crimen, fue un error catastrófico. Sólo la guerra pondrá fin a la guerra emprendida por Putin. Timothy Snyder tiene toda la razón cuando afirma que “para volverse mejor, un país (en este caso Rusia) debe perder su última guerra colonial”. Sí, la Operación Especial de Putin es una guerra colonial, como lo fue la atroz y criminal guerra de Chechenia, la que anunció todo a los ciegos y sordos que somos. Snyder afirma que solamente una victoria de Ucrania puede llevar a la paz y que, por lo tanto, se debe dar un apoyo decisivo a Kyiv, contra un proyecto imperial que él califica de “genocidiario”. Concluye que “los que aman a Rusia deben desearle una derrota la más rápida y decisiva que sea posible; la derrota es la única solución para que Rusia salga beneficiada”. Si los aliados europeos y estadounidenses no dan un verdadero apoyo militar a Ucrania, que no sea solamente defensivo, se encontrarán, tarde o temprano, en la situación de los europeos, en septiembre de 1939, a la hora de la destrucción de Polonia.