Cuando llegué a México por primera vez, hace exactamente sesenta años, el presidente se llamaba Adolfo López Mateos. México, con todos los grandes cambios que ha vivido, sigue siendo México, para mí, y para bien. Por todo lo que me ha dado este país, mejor dicho su gente, quiero festejar este aniversario mío sin meterme en temas de actualidad, que echarían todo a perder.
En aquel lejano 1962, el correo mexicano era excelente, el francés también, de modo que a lo largo de los dos meses que me permitieron recorrer el país, mandé muchas cartas a mis padres y recibí sus contestaciones a vuelta de correo en la famosa ventanilla de “Poste restante”, en México, Guadalajara, Mérida, Oaxaca y Saltillo. Como mi padre conservó las cartas mías, puedo transcribirles la primera: “Al día siguiente, temprano al amanecer, cruzamos el Río Grande en Laredo y en dos días llegamos muy lejos de la frontera, después de cruzar con emoción el trópico del Cáncer. Desde Nuevo Laredo, recorremos los altiplanos. Espectáculo extraordinario, caballos y vacas en toda libertad, “Cuidado con el ganado” nos dicen a cada rato los postes a lo largo de la carretera y los animales hacen peligroso caminar de noche, a la fresca. Cactus gigantes de todos tipos, paisajes de las películas de John Ford, las montañas que la distancia vuelve azules me hacen repasar las clases de geografía física del año pasado. El viento levanta columnas de polvo que, de repente, atraviesan la carretera y empujan bolas secas de no sé cuál planta desconocida para nosotros.
Pasamos la noche en Matehuala, a un paso del trópico. Apenas paramos en una plazuela, cuando un grupo de muchachos de nuestra edad se acercó y nos interpeló gentilmente. Mis lecciones del método Assimil apenas si permitieron un diálogo balbuceante. No hablan inglés, yo tres palabras de español y mi amigo Michel nada. No importa, Nos llevan a una casa de huéspedes muy barata, nos hacen descubrir la comida nacional, con galletas blandas o duras de maíz, llamadas “tortillas” (no confundir con las españolas que son nuestra “omelette”.). El chile me quema la boca y la botella de tequila que compraron y que circula acentúa el ardor. Para asombro nuestro, no quieren para nada a Fidel Castro. Michel que milita en la Unión de Estudiantes Comunistas en París no entiende cómo es posible que jóvenes proletarios del Tercer mundo, amenazados por el imperialismo yanqui, se expresan tan mal de la, para él, gloriosa revolución cubana. Ellos dicen que la revolución mexicana fue mucho más importante, valiente y revolucionaria.
En cuanto a mí, entre el país y la gente, no me puedo sentir más feliz”. ¿Amor a primera vista? ¿Flechazo? Pues sí. Fue mi primer contacto. Éramos estudiantes de veinte años, bien intencionados, que habían estado a punto de volar de Praga a la Habana para conocer “la fiesta cubana” tan de moda en Paris. Mi compañero se fue a Cuba el año siguiente. Yo no. Quería regresar a México cuanto antes. Tuve que terminar mis estudios de historia y aprovechar la necesidad de hacer una tesis de doctorado para abandonar la historia de los Estados Unidos (mi tesis de maestría) y descubrir La Cristiada, gracias al P. López Moctezuma S.J., compañero de doctorado en Paris.
Quién, unos años después, sufrió el mismo flechazo, fue Jean-Marie Le Clezio y nos hicimos amigos en seguida, en la Ciudad de México, en Coyoacán. Nos tocó vivir el 68 mexicano sin saber que México me invitaría a quedarme de por vida, que México tendría tal importancia en su vida y en su obra, que contribuiría a la atribución del Premio Nobel de Literatura a Le Clezio. Es de justicia decir que tuvimos como padrinos a Luis González, el gran historiador, y Armida de la Vara, su esposa, admirable escritora. Gracias, Armida, gracias, Luis, tú que afirmaste, diez años antes, que a Le Clezio le tocaría el Nobel. Gracias, México.
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