El 10 de marzo, Nicholas Kristof publicó en el New York Times “La guerra en Gaza contada a través del dolor de un hombre”, el palestino Mohammed Alshannat; al leer los breves mensajes que mandó del 11 de octubre al 29 de febrero, uno puede intuir el sufrimiento de tanta gente. Kristof dice: “hoy 1 por ciento de la gente de Gaza son combatientes de Hamas. Para entender lo que sufren el 99 por ciento piensen en Alshannat y multipliquen por dos millones”.
En el mismo diario, el 1 de marzo, el admirable escritor israelí, David Grossman, apuntó: “La mañana del 7 de octubre se aleja, pero sus horrores parecen crecer sin parar. Más y más, nosotros israelíes nos contamos lo que se ha vuelto parte de la historia que forma nuestra identidad y nuestro destino. Como durante horas los terroristas de Hamás invadieron nuestras casas, asesinaron unas 1,200 personas, violadas y secuestradas. Durante esas horas de pesadilla, los israelíes sintieron concretamente lo que podría ocurrir si Israel dejara de existir”. Más adelante dice: “Al momento de la publicación de este texto, más de 30 mil palestinos han sido muertos en Gaza; entre ellos muchos niños, mujeres y civiles que no pertenecían a Hamás y no tuvieron ningún papel en el ciclo de la guerra”.
Y prosigue: “La honda desesperanza resentida por la mayoría de los israelíes después de la masacre podría ser el resultado de la condición judía en la cual nos encontramos una vez más. (…) Otra reflexión sigue a propósito de esos dos pueblos torturados: el trauma de volverse unos refugiados es fundamental tanto para los israelíes como para los palestinos y, sin embargo, ninguna de las dos partes es capaz de considerar la tragedia del otro con un mínimo de comprensión sin hablar de compasión”.
“Al final de la guerra, los palestinos llevarán sus propias cuentas. Como israelí, me pregunto qué tipo de gente seremos. ¿A dónde dirigir nuestra culpabilidad –si tenemos el valor para sentirla– por lo que hemos hecho a inocentes palestinos? Por los miles de niños que matamos, por las familias que destruimos”.
En esos meses, entregados por los EU, los obuses (que tanta falta les hacen a los soldados ucranianos), mataron a más civiles que los obuses rusos en Ucrania en dos años; siguen cayendo y la estrategia del hambre espera completar la empresa de limpieza étnica y recolonización de Gaza anunciada por los ministros del siniestro Benjamín Netanyahu. La franja de Gaza es un campo de ruinas, destruyeron sistemáticamente hospitales, escuelas, mezquitas, iglesias, panteones para acabar, no con el indestructible Hamás, sino con el pueblo palestino. Esos planificadores completan a Mao, quién afirmaba que “El guerrillero está en el pueblo, como pez en el agua” y piensan: “si no puedes agarrar al pez, saca el agua”.
El presidente Biden, atrapado entre el apoyo sin límites a Israel y la indignación que causan episodios como “la masacre de la harina”, debe entender que es preciso forzar a Israel a la razón, cueste lo que cueste. Está en lo cierto cuando dice que Netanyahu “hace daño a Israel en lugar de ayudarlo”; que su estrategia militar “contradice todo lo que representa Israel y creo que es un gran error. Por eso quiero ver un cese al fuego” (NYT, 11 de marzo, desde la primera plana”. No hay suspensión alguna de los bombardeos y la gente en Gaza empieza a morir de hambre. G como Gaza y, perdón, G como gueto.
David Grossman termina diciendo que, quizá, “el reconocimiento que esa guerra no se puede ganar y que la ocupación no se puede mantener sin fin, obligará a las dos partes a aceptar una solución con dos Estados, con todo y riesgos, el primero siendo que Hamás tome control de Palestina en el marco de elecciones democráticas”.
El ciudadano franco-israelí J-M. Liling, fundador con el palestino Ali Abu Awwad de una asociación Israel-Palestina, sigue afirmando que “decir que no hay interlocutores palestinos para construir una coexistencia con nosotros israelíes es falso”.