Decía Olivier Clément, teólogo ortodoxo, que “incluso si se lograsen arreglar todos los problemas económicos y sociales”, la angustia del hombre frente a la muerte suscitaría lo que Nietzsche preveía como “las grandes guerras del espíritu”. Por lo pronto, la desigualdad entre ricos y pobres, en el seno de cada nación y entre las naciones, es uno de los retos, agravado por los riesgos ambientales que amenazan la existencia misma de muchas formas de vida. La lucha contra la pobreza no debe desembocar en la creación de otros cientos de millones de consumidores devoradores de recursos naturales, al estilo actual.
Uno se pregunta cómo se puede vivir la unidad y la diversidad, en el seno de su nación y en el mundo; unir la fidelidad a las mujeres y a los hombres del círculo familiar, ampliado a los amigos y a los compatriotas, a la apertura universal. La globalización tan fácilmente criticada es una forma de unificación planetaria que revela nuestras debilidades, para no decir nuestra maldad: ha provocado, en reacción, pulsiones xenófobas, la exaltación de la identidad, en detrimento de la fraternidad, la búsqueda obsesiva de un enemigo, de un chivo expiatorio, migrante, refugiado: el “otro”.
Los nuevos medios de comunicación, más ágiles y universales cada día, son, como la lengua de Esopo, la mejor y la peor de las cosas. Por un lado, nos remiten a la comunión ideal que Teilhard de Chardin llamó “noosfera”; por otro lado, funcionan como un instrumento diabólico que sirve tanto a sembrar cizaña, como a ponernos bajo el control del Gran Hermano. Eso no es ciencia ficción; China ya entró en esta esfera nada simpática del “sistema de crédito social” que “permitirá a los dignos de confianza deambular tranquilamente bajo el cielo mientras que dificultará a quienes merezcan descrédito dar un simple paso”. La idea es que cada ciudadano sea monitorizado y se le dará una calificación de “crédito social”. Merece descrédito el uigur que no habla bien chino o que se prosterna hacia la Meca, o a quién se le ha escapado un salaam alaikum… Hay más de doscientos millones de cámaras de reconocimiento facial en todo el país. “El Gran Hermano está observando” (1984, de George Orwell).
La duración de la vida aumentó, la mortalidad infantil decreció enormemente y, en consecuencia, el número de terrícolas no deja de subir en un planeta en vía contradictoria de unificación y multiplicación de los conflictos: ¿otra vez la historia de la Torre de Babel? La unión, en una primera etapa, para una tarea común; el derrumbe y la dispersión en la confusión de las lenguas, en una segunda etapa. Nos profetizan que una de las consecuencias de la pandemia del año 2020 será precisamente este segundo movimiento.
Un profeta de la esperanza podría contestar que no va a ser así, porque el reto que plantea la crisis es el de inventar nuevas maneras de habitar este mundo sin destruirlo, suscitando en esa lucha común la fraternidad entre los pueblos. Nuestra sociedad busca, a tientas, una ética política para evitar el totalitarismo de ayer y controlar la amenaza del totalitarismo tecnológico de mañana. No es solamente la amenaza del Gran hermano, sino la tentación de hacer todo lo que podemos hacer: las manipulaciones genéticas, por ejemplo; escoger el color de ojos, la fuerza muscular, la especialización cerebral, el sexo del niño que vamos a modelizar y a comprar. ¿Comprar? Sí, porque podría ser un fabuloso mercado. Y el camino a la barbarie, cuando la ciencia y la técnica definirán, de manera implacable, nuestro destino.
Reto: conservar y/o adquirir el sentido de la justicia, de la fraternidad, del amor, el fabuloso misterio del niño, en una palabra, de la existencia.