En una sociedad post cristiana como la nuestra se desarrollan fenómenos que parecen contradictorios cuando, en realidad, se entrelazan. En Europa se manifiesta una indiferencia mezclada con cierta hostilidad en contra del cristianismo, sentimiento no exento de rencor que comparten nuestros intelectuales latinoamericanos.

En el mundo entero triunfa una ideología difusa que pone encima de todo el éxito y el dinero, el deseo y el placer; no encuentro calificativo, porque si digo “capitalista”, recuerdo que, en sus inicios, el capital fue puritano. ¿“Mercantil”? tampoco; quizá consumista. Desfilan rápidamente, como las modas, espiritualidades que hablan de ángeles, cosmos, eros, que van de la brujería blanca y negra hasta las drogas; de manera más permanente, intentos de acceder a espiritualidades orientales con el uso de técnicas de meditación.

Relativamente lejos de nuestra América Latina, pero en el corazón de Europa y en los Estados Unidos, el Islam vive su propia crisis de “secularización” frente a la modernidad: el integrismo propagado por los petrodólares de una Arabia saudita que no quiere salir de la versión más dura del islam, es una de las formas de la secularización; y el terrorismo que invoca la yihad y se reclama de Abdul Wahad, el fundador del wahabismo, a fines del siglo XVIII, es otra de sus formas. La paradoja es que, integristas y terroristas repiten conductas que fueron típicamente occidentales, las que adoptaron ciertos cristianos en el siglo XIX: la confusión entre religión e ideología que se expresa en términos de cruzada.

En el testimonio del Evangelio, nos dicen los cristianos de Sant’Egidio (Italia), pasa por la conciencia, la libertad y el combate por un mejor reparto de los recursos del planeta. Por el ejemplo y la vida. Cuando el Evangelio parece volverse el patrimonio de minorías, de una “pequeña grey”, es cuando nu estras sociedades lo necesitan, no como un catecismo de verdades opuestas a nuestro mundo, sino como una lengua que expresa la vida, el amor. Necesitamos santos abiertos a la complejidad de la vida social, cultural, cósmica, para emprender una nueva reflexión sobre el mal omnipresente, sobre la ambivalente y maravillosa técnica.

La nota roja triunfa en la actualidad: “Pega a su madre porque le reclamó el uso exagerado que hacía del papel sanitario”. Homicidios, violencias domésticas, enfrentamientos armados, la muerte es el gran tema político y va a la par con el de seguridad/inseguridad. Las violencias domésticas son un problema muy grave, pero el término de “feminicidio” se impuso en referencia novedosa a la muerte. La muerte, mucho antes de la llegada del Covid-19, es el tema omnipresente. La comunidad política, sin verdadero proyecto, se lamenta frente a la violencia homicida, frente a la muerte.

¿Qué hacer? Vieja pregunta, reiterada por Chernichevsky en el siglo XIX y por Vladimir Ilich Ulianov a principios del siglo XX. Pregunta más urgente que nunca. Edgar Morin, activo a sus 93 o 94 años, dice que “vivimos en un mercado planetario que no ha sabido suscitar fraternidad entre los pueblos”, que ha desmantelado los sistemas educativos y de salud, cuando el acceso a la salud y a la educación, dice él, debe ser universal y público, porque son “dos pilares de la dignidad humana”.

Yanick Lahens, a propósito de su Haití natal, dice: “creo muy profundamente que compartir lo poco que hay, es la gran lección que estos países (pobres) dan a una sociedad donde el consumo sin freno aparece como el único destino”. Es posible, como nunca antes en la historia, liberarse de la necesidad absoluta: comer, beber, protegerse de las intemperies. ¿Y después? ¿Qué hacer? Tomar en serio al Evangelio.

Historiador

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