La prensa hizo cierto ruido, en octubre del año pasado, cuando el Papa Francisco defendió la unión civil de los homosexuales: “Las personas homosexuales tienen derecho a vivir en una familia, son hijos de Dios, tienen derecho a una familia… Lo que debemos hacer, es una ley de cohabitación civil, tienen derecho a ser legalmente protegidos, es lo que yo defendí”. No es la primera vez que el Papa se pronuncia a favor de una “unión civil” para estas personas, precisando no tiene nada que ver con un matrimonio sacramental, tal como lo concibe la Iglesia.
En cambio, la encíclica sobre la “fraternidad”, publicada tres semanas antes, pasó totalmente desapercibida. Fratelli tutti, todos hermanos, se publicó en forma de libro de 270 páginas. ¿Su tamaño habrá espantado a los periodistas? El subtitulo es llamativo: Sobre la fraternidad y la amistad social, todo un programa. Como la encíclica de 2015, sobre la ecología, Laudato si, que tuvo más eco por tratarse de un tema de moda, como el de género, por cierto.
“Hermanos todos”, es un tema frecuentemente evocado por el Papa, desde un principio, pero ahora con todo el peso de una encíclica, documento oficial de enseñanza de la Iglesia. Francisco nos propone como meta “una amistad social inclusiva y una fraternidad abierta a todos” por “una mística de la fraternidad”. Su razonamiento empieza con una doble constatación: el individualismo triunfante, a pesar de todas las redes conectadas por la informática, no crea relación sino soledad; la toda poderosa globalización acaba de demostrar su impotencia a la hora de la pandemia. Ese doble fracaso, individual y colectivo, nos obliga a repensarlo todo, a recuperar la “nobleza de la buena política”, la del “bien común”.
El Papa denuncia más fuertemente que nunca el egoísmo de las personas y de las naciones, el nacionalismo exacerbado, la xenofobia y el racismo, la satanización del migrante y del pobre: “Tanto en ciertos regímenes populistas, como en ciertos discursos económicos liberales, se pretende que hay que evitar a toda costa la llegada de los migrantes”. Recuerda a los católicos que no pueden escuchar las sirenas nacionalistas, porque la parábola del Buen Samaritano, que se encuentra en la médula de la encíclica, nos enseña el camino. Además “ningún Estado nacional aislado es capaz de asegurar el bien común de su población”. Critica nuestra “pereza” social y política frente a la “dictadura invisible de los intereses disimulados”.
No se queda en lo abstracto y llama a reforzar las organizaciones internacionales y “los movimientos populares de trabajadores precarios y de sin trabajo”, en el marco de una política social “con los pobres”, “no hacia los pobres”. Dirán los críticos que el Papa se mete en política y que eso no le toca. Cuando Juan Pablo II les dijo a los polacos “no tengan miedo” ¿a poco no hacía política? Con las consecuencias que conocemos. El Papa Francesco, en sus tiempos episcopales en Argentina, ha tratado siempre de temas políticos; desde su llegada a Roma, en 2013, no ha dejado de pelear contra el individualismo, el consumismo, el nacionalismo y, en economía, el liberalismo sin freno.
En conclusión, toma radicalmente la defensa de los migrantes y no acepta que las fronteras sean muros herméticos; recuerda que los migrantes “si uno los ayuda a integrarse, son una bendición, una riqueza”; afirma que la propiedad privada debe tener una función social; condena la guerra y afirma que ya no se puede defender “los criterios racionales elaborados en otros tiempos, para hablar de guerra justa”. Propone transferir los presupuestos bélicos a un fondo mundial de lucha contra el hambre. ¡Qué programa!
Historiador