Hace un año, el presidente Putin, al acumular sus tropas de manera amenazadora en las fronteras de Ucrania, logró de manera inmediata una inesperada cumbre con el presidente de los Estados Unidos. Fue una victoria para Vladimir Vladimirovich, si uno piensa que, en marzo, Joe Biden había contestado que sí al periodista que le preguntaba si Putin era un “matón”. Victoria personal, pero también victoria para Rusia que se veía confirmada como grande entre las grandes potencias.

Joe Biden, entre todos los presidentes de los EU, es el único con una larga experiencia rusa. Durante sus cincuenta años de actividad pública, ha sido siempre el contacto con los asuntos internacionales y en especial con Rusia, que visitó por primera vez en 1973, en su calidad de flamante senador, cuando cumplía 30 años. En 1979, viajó a Moscú con la delegación que negociaba el importante acuerdo de desarme SALT 2. Participó en largas discusiones y tuvo contacto personal con Alexei Kosiguin, jefe del gobierno soviético. “Antes de empezar nuestro diálogo, señor senador —le dijo Kosiguin—, debemos reconocer que no les tenemos confianza y que ustedes tampoco nos tienen confianza. Tenemos, los dos, muy buenas razones para desconfiar”. Luego siguió de cerca las negociaciones que llevaron al importante tratado sobre las fuerzas nucleares de mediano alcance, firmado en 1987 por Gorbachev y Reagan. Eso llevó a Moscú en 1988 a finiquitar el asunto con el presidente del Soviet Supremo, Andrei Gromyko.

Cuando desapareció la URSS, Biden estuvo implicado en el seguimiento de las crisis balcánicas: Washington apoyaba a Bosnia contra una Serbia apoyada por Moscú. Era el fin de la primera luna de miel entre las dos capitales. En junio de 2011, cuando el presidente George W. Bush encontró al flamante presidente ruso, Vladimir Putin, inició una segunda luna de miel: “He mirado al presidente ruso a los ojos y vi su alma”, exclamó el americano encantado. Biden, en su calidad de presidente de la comisión de asuntos exteriores del Senado, no compartía para nada tal entusiasmo: “No tengo confianza en Putin”. La terrible guerra de Chechenia lo confirmó en su opinión y hubiera podido decir como el senador John McCain: “Veo en los ojos del presidente ruso tres letras: una K, una G y una B”.

Ya en su calidad de vicepresidente, en tiempos de Obama, trabajó duro para que el Congreso ratificara el nuevo tratado START que limitaba los arsenales nucleares. Luego viajó a Moscú, en marzo de 2011, para encontrarse con el presidente Dimitri Medvedev y su primer ministro Vladimir Putin (el juego de las sillas musicales). Todo bien con el presidente, pero el primer ministro se molestó por el encuentro entre Biden y los estudiantes de la universidad de Moscú: “No deben aceptar compromisos en cuanto a los fundamentos de la democracia, la libertad de prensa y elecciones libres”, les dijo el americano que, para colmo, recibió, en su embajada, a los representantes de la sociedad civil y de la oposición.

Con el regreso definitivo de Putin a la presidencia (2012), la anexión de Crimea, el inicio de la guerra en el Donbass (2014), y el endurecimiento del régimen ruso, Biden publicó un artículo en el New Yorker. Cuenta su encuentro de 2011 con Putin: “Le dije: Señor primer ministro, le miro a los ojos y no pienso que usted tenga un alma. Él sonrió y me contestó: nos entendemos el uno al otro”. Si no es cierto, está bien inventado. En 2018, en un artículo publicado en Foreign Affairs, Biden tira a matar: “Para salvaguardar su régimen cleptocrático, el Kremlin decidió llevar el combate allende de sus fronteras para atacar lo que percibe como la mayor amenaza externa contra aquel: la democracia occidental”. En 2021 ratificó la definición de Putin como “un matón”, antes de precisar que era “un adversario respetable, a la vez brillante y duro”. (Le Monde, 16 de junio de 2021).

Un año después de la cumbre de Ginebra que de nada sirvió, los peores presentimientos de Biden se han concretado en la terrible guerra que asola a Ucrania.

Historiador en el CIDE

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