En marzo de 1905 se firmó el último tratado anglo-afgano de una larga serie, culminación de una obra emprendida a lo largo de un siglo, para “defender a la India”, espléndida joya del imperio británico. Desde el año de 1809, cuando se firmó el tratado de Calcuta con Shah Shuzhda, emir de Afganistán, hasta 1905, cada avance inglés había provocado una resistencia afgana y una retirada inglesa. Así, en 1838, las presiones de Londres llevan a una alianza ruso-afgana (¡Rusia!), la cual causa una expedición militar inglesa que termina en masacre total de aquel ejército, en 1841, en la famosa cañada de Khaiber.
En 1875, después de las negociaciones entre Londres y Kabul, viene un nuevo acercamiento ruso-afgano que incita los británicos a la guerra de 1878-1879. Su victoria dura poco. La conquista de Asia Central acerca a los rusos y su victoria sobre los afganos, en 1885, lleva Londres y San Petersburgo al borde de la guerra, con movilización de sus ejércitos. Supieron encontrar un arreglo. Esas relaciones tensas en Asia Central prefiguraban las que tendrían los Estados Unidos y la URSS, después de la segunda guerra mundial, a propósito de un Afganistán dividido en dos zonas de influencia, el Norte para Moscú, el Sur para Washington; influencia y competencia pacífica, en beneficio de Afganistán: construcción de caminos, escuelas, hospitales, becas, etc. Hasta que Moscú cometió el error de acabar con la monarquía, antes de, segundo error fatal, de intervenir militarmente a favor de una de las facciones comunistas que se disputaban el poder.
Pero esa no es la historia que quiero contar. Intento explicar porqué Afganistán, antes de llamarse así, llamó siempre la atención de los conquistadores, por lo menos desde Alejandro Magno que en ese lugar fundó el reino greco-oriental de Bactriana y una Alejandría como su capital. La conquista de Alejandro fue la primera de una serie de siete, antes del siglo XIX; luego vinieron los escitas, el turco Mahmud en el año 1000, Tamerlán en 1398, Babur en 1524, fundador del imperio musulmán del Gran Moghol en la India, y en el siglo XVIII, el persa Nadir Shah, seguido por el afgano Shab Abdali. Todos tomaron el camino de Afganistán para apoderarse de la India.
Los ingleses entraron a la India por mar, pero a Bonaparte, que pensó siempre en la India y que sabía de historia, y que no tenía flota porque los ingleses hundieron la suya en Egipto, y luego la franco-española de Napoleón en Trafalgar, se le ocurrió conquistar la India a partir de Afganistán. Y volvemos a encontrar los rusos, que no son, aún, soviéticos, pero hay permanencias geográficas y estratégicas. Calculó Napoleón que un ejército venido de Europa podía invadir la India por la sola vía terrestre. Negoció con el zar Pablo I una alianza: un ejército francés cruzaría el sur de Rusia para unirse con las fuerzas rusas antes de marchar por Herat y Kandahar, en Afganistán, y bajar sobre la India. Los cosacos se pusieron a marchar, cuando el asesinato del zar en 1801 puso fin al grandioso proyecto. Napoleón lo propuso al hijo del asesinado, el zar Alejandro, pero la alianza franco-rusa duró lo que las rosas.
Sin embargo, esas amenazas no realizadas fueron suficientes para convencer Londres del valor estratégico de Afganistán y explican el “Gran Juego” inglés a lo largo del siglo XIX y hasta la independencia de la India. Estados Unidos tomó el relevo de Inglaterra, la URSS sucedió al imperio ruso en el nuevo Gran Juego que culminó con la invasión soviética (1979-1988), doblemente desastrosa, triplemente desastrosa, para la URSS, para los Estados Unidos y para los afganos que pagan el monstruoso pato. Desde 1979, la guerra civil e internacional no ha parado en ese Techo del Mundo que es el centro orográfico de Asia, al encuentro de Irán, Asia Central, China, la India y Pakistán. Maldita geografía. Malditos invasores. Afganistán no estaba en mal camino cuando unos soviéticos mal inspirados acabaron con su moderada e ilustrada monarquía.