El año 2020 se encuentra entre los tres años más calientes de nuestra era. Por nuestra culpa, aspirar, respirar y expirar se ha vuelto riesgoso por “la surreal calidad del aire” (Diego Marroquín Bitar). Entre las 15 ciudades más grandes y más contaminadas de América del Norte, cinco son mexicanas. Los expertos advierten que los residuos plásticos que fluyen a los mares se triplicarán en 2040. Cada año 11 millones de toneladas llegan al mar, se entierran 30 millones de toneladas y se queman 50 a cielo abierto. De los cuatro millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia brasileña, 20% han sido desforestados y el año 2020 ha roto récord, por más que lo niegue el mentiroso Bolsonaro. Los bosques y humedales de Argentina han sido incendiados como nunca durante el invierno austral. La banquisa polar del Ártico sigue perdiendo su extensión: 6.3 millones de km2 entre 1981 y 2010, 3,74 millones en septiembre de 2020. Del Senegal hasta Etiopía la temporada de aguas ha sido de una violencia excepcional. El Nilo alcanzó un nivel de más de 17 metros, récord absoluto desde las primeras mediciones de fines del siglo XIX.
Y podría seguir la enumeración de eventos climáticos extremos que pueden afectar cualquier punto del globo. Somos testigos de los efectos de la perturbación climática que tiene un origen humano. Lo triste es que parece que estamos dispuestos a seguir como si nada y a dejar que se agrave la situación. Según los expertos es todavía posible limitar el calentamiento a 1.5 grados: “Nada, en la física de la Tierra, nos impide lograrlo, lo único que limita es la voluntad política”. La política energética de México es un buen ejemplo de una voluntad política que se opone a la defensa del medio ambiente. Sólo nos queda pedir perdón a la Tierra.
Eso lo hubiera hecho Francisco de Asís, ciertamente lo hizo porque no compartía la idea de ciertos Padres de la Iglesia que, para exaltar la dignidad humana, decía que el hombre, a semejanza de Dios, es el rey del universo. Pensaba, como otros Padres, que el hombre era el jardinero, el hortelano al cual Dios encargaba el cuidado de la Tierra. El campesino ruso, antes de la Revolución bolchevique que acabó con él, no se consideraba como el rey de la Tierra, sino como su pequeño y humilde hijo. Para él, la Tierra es una madre que quiere a sus hijos y sufre cuando sufren en tiempos de grandes calamidades. Al mismo tiempo es una fuente inagotable de fuerza y vida. Como la Tierra es cosa santa, el hombre no debe ofenderla, ensuciarla, herirla. El hombre que se porta mal ofende primero a la Madre de Dios, luego a su propia madre humana y a su tercera madre, la Tierra que nos alimenta, nos proporciona un sinfín de bienes y nos acoge en su seno a la hora de la muerte.
Una antigua idea popular rusa establece una relación misteriosa entre la Tierra y la consciencia del hombre pecador. La “confesión a la Tierra”, antigua tradición que remonta por lo menos al siglo XVII, a la hora de la separación entre “Viejos Creyentes” y la Iglesia institucional, se sigue practicando cuando no hay sacerdote para escuchar. El ritual consiste en pedir perdón a la Tierra y, en ciertas provincias, se celebraba antes de la confesión sacramental. Después de pedir perdón, rápidamente, al sol, a la luna, a las estrellas, a la lluvia, al viento —¡San Francisco de Asís!— uno se dirige a la Tierra: “Te ruego, oh Tierra, madre húmeda y nodriza, te suplico, yo, pobre insensato pecador, perdóname por haberte pisoteado, violentado, haberte escupido. Perdóname, oh madre bienamada, en nombre del Cristo Salvador y de su Santa Madre, y del santo Elías, el muy sabio profeta”.
Nos toca pedir perdón a la Tierra que ofendemos cada día.