“No, no somos huérfanos. Dios, desde la Navidad, no es un Dios lejano reservado para algunos místicos, para algunos iniciados. Está tan cercano: una cara, por lo tanto, toda cara, un poco de paja, algunos animales, una estrella y los hombres que escrutan las estrellas –toda la existencia transfigurada por la eternidad–”. (Olivier Clément, Propos sur les fêtes chrétiennes).

No es fácil hablar del nacimiento en Belén sin caer en el tibio sentimentalismo; difícil escapar al mercantilismo de Santa Claus con su trineo y los renos, de los regalos, de la cena. En mi lejana infancia, el día 24 en la noche era de ayuno: avena y leche y la comilona se daba al día siguiente, los regalos en Año Nuevo. Demasiado chicos para ir a misa de medianoche, nos tocaba después de la frugal merienda, prender las velas del árbol de Navidad encima del nacimiento. Vivíamos en Provenza y los artesanos, sucesores de Francisco de Asís, el inventor del nacimiento, hacían maravillas. Poca gente adornaba el árbol de Navidad, costumbre germánica trasplantada por mis padres alsacianos: hermoso mestizaje cultural.

El misterioso diálogo entre el hombre y la creación estaba representado para los germanos por el árbol de Navidad. En la Alemania que había cristianizado una costumbre pagana, no era un juguete, un adorno, porque la Navidad era el acontecimiento central del año. Durante siglos, la gente contaba los años de Navidad a Navidad. Las velas durante la noche más oscura del año significaban la promesa divina.

Intento recuperar el asombro inicial que hemos perdido a lo largo de dos mil años. Los cristianos celebramos que Dios haya tenido un cuerpo, desde la concepción hasta la muerte, que se haya encarnado. No como Júpiter, brevemente, para disfrazarse y satisfacer sus pasiones. Un cuerpo, con piel y lágrimas, voz y respiración y todas las funciones biológicas, algo que Luis Buñuel entendió de manera maravillosa cuando su Cristo, radiante, resopla y exclama: ¡Tengo hambre! Y baja corriendo. Fue embrión, bebé totalmente dependiente como todos los bebés, vulnerable. Nacido en la pobreza, en el seno de la clase proletaria de un pequeño pueblo sometido al duro yugo imperial romano, en su vida pública se rodeó de pescadores y trató con romanos, samaritanos, fenicios, leprosos, prostitutas, violando todos los tabúes de pureza e impureza.

Fue su vida pública, después de treinta años de silencio, de invisibilidad, una vida escandalosa, revolucionaria, en un mundo de castas, de esclavitud, en un mundo donde los machos dominaban, y más aún a las mujeres. Hemos olvidado la dimensión revolucionaria del Nacimiento, desde la promoción de la infancia hasta la de la mujer. Lean a Tom Holland en su Cómo la revolución cristiana rehízo al mundo.

Se vale decir que la Navidad es una segunda Creación, “un modo totalmente nuevo de ser humano”, como bien dijo Máximo el Confesor en el siglo séptimo, santo olvidado por los occidentales, pero no por los orientales. Los primeros cristianos se distinguieron en seguida de sus contemporáneos al recoger a los “expósitos”, los recién nacidos abandonados en la calle y así condenados a muerte: recuerdan esa práctica en Esparta para realizar una selección biológica. Se distinguieron los cristianos al atender a los enfermos y visitar a los presos, a prestar ayuda a los pobres: “Religión de esclavos y de mujeres”, decían los romanos, y les harían eco Friedrich Nietzsche y Adolf Hitler.

Debemos recuperar el asombro inicial, volver a la dimensión escandalosa de la Navidad. ¡Feliz Navidad!

Historiador en el CIDE

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