“Más envejece uno, más muertos conoce, de todos modos, no están nunca muy lejos, nos rodean espíritus. Llega el momento cuando uno conoce más muertos que vivos. Es el momento cuando uno mismo se encuentra en el vecindario de la muerte”. Es lo que nos dice Cees Nooteboom en su hermoso “Libro de los días”. ¿Quién de nosotros no ha visto un amigo, un familiar difunto, en sueños? Tenemos aún muchas cosas que decirle, que preguntarle. ¿Nos escucha, tiene ganas de escucharnos? Cees Nooteboom no lo sabe, pero reflexiona: “Después de cada defunción, es una acumulación de frases jamás pronunciadas, presas en su telaraña de pensamientos conservados, pero jamás expresados, de recuerdos que uno carga siempre en su interior, de cosas que uno hizo y de las cuales no puede deshacerse, pero que regresan y tocan a la puerta en el momento menos esperado”.
El gran mérito histórico de la abadía medieval de Cluny, que tanto hizo para la purificación de la Iglesia y la instauración de la paz, es habernos dado, en el siglo décimo, el Día de Todas las Almas, el gran día celebrado el dos de noviembre, después del Día de Todos los Santos. Es la última fiesta compartida por griegos y latinos, ortodoxos y católicos, antes del Gran Cisma; día de triunfo para la parte victoriosa de la humanidad. Es el día de todos los que, desde Esteban el primer mártir, nos han abierto el oscuro misterio del cielo. Todos los Santos establece la solidaridad de todas las almas desde el inicio hasta el final de los tiempos. La liturgia del Día se debe al abad Odilón de Cluny, probablemente en 998, y establece la primera democracia universal del mundo, la de vivos y muertos en todos los tiempos pasados y por venir. ¿Por qué emplear la palabra democracia? Porque el día 2 es un día de purgatorio, de limpia, si no les gusta la palabra purgatorio. Une a todos los hombres de todos los tiempos, pasado y futuro, santos y pecadores: democracia y solidaridad. Una democracia de pecadores, unidos en la confesión, el reconocimiento de nuestros pecados, en la esperanza confiada del Juicio Final.
Muchas cosas han cambiado desde el siglo X; en el siglo XVII, nuestro contemporáneo Blas Pascal podía escribir ya: “Los hombres no han podido sanar la muerte, la miseria, la ignorancia, por lo tanto, para volverse felices, decidieron no pensar” en la muerte. Pero algunos sabios opinan que “no hay nada más feliz que pensar en los que ya no están: regresan por este pensamiento y es como si uno ganara el partido de brazo fuerte con la muerte, probando la dulzura de vencer, un tiempo, las tinieblas”. (Christian Bobin, “Noireclaire”).
“Morirán todos”, dice Homero, morirán del impacto de la jabalina o de un balazo, o de una ruptura de aneurisma, en tierra extranjera o en un infernal cuarto de hospital, y “todos, sin excepción, el ángel que borra las faltas pondrá su mano sobre vuestras frentes cubiertas de sudor, los ayudará a entrar en el sol, a la hora dicha” (Christian Bobin, “La grande vie”). El gran historiador, Henri Marrou, nos dijo que “no hay que eliminar el carácter positivo de la muerte, que no es solamente una ausencia, sino (con el sufrimiento) una condición de la resurrección. Él murió (después de Getsemani y Lama Sabactani) pero ha resucitado”. Por eso, el sabio y viejo campesino mexicano me dijo: “Cuando venga la muerte con su guadaña, enséñale la piedra de afilar, para mostrarle que estas listo. Yo –señalando el cielo con el índice– te guardaré un lugar”.
Nuestro querido Vicente Leñero le dijo a Alicia Molina: “No me gusta que las historias se acaben, ni en el cine, ni en la literatura, ni en la vida. Siempre tiene que haber más posibilidades, más caminos, más respuestas. Creo en la vida eterna, en la partida a medio juego, porque, finalmente, nunca morimos del todo” (en Adela Salinas, “Dios y los escritores mexicanos”, Nueva Imagen, 1997).
Historiador en el CIDE