Son muchos los que dicen que después de esta pandemia todo va a cambiar; otros contestan que no habrá más cambios que los de enfrentar mejor la próxima plaga. Albert Camus hablaba de una “utopía modesta”. Cuando recibió el premio Nobel dijo: “Cada generación, sin duda, se cree llamada a rehacer el mundo. Sin embargo, la mía sabe que no va a rehacerlo. Puede que su tarea sea mayor aún. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Muchos años después, el gran historiador Tony Judt, en Pensar el siglo XX, pensaba a nuestro siglo XXI: “Como intelectuales, corremos el riesgo de encontrarnos en una situación tal que nuestra tarea principal sea, no imaginar un mundo mejor, sino reflexionar en los medios de evitar peores mundos”.

Cuando haya pasado lo peor de la pandemia, después de la urgencia inmediata de salvar vidas, tendremos que emprender cambios verdaderos, por más paulatinos y limitados que sean. Por lo tanto, la reflexión empieza ahora. El 29 de marzo, Bruno Latour puso en la red una carta-manifiesto intitulada “Imaginar los gestos-barrera contra el regreso a la producción de antes de la crisis”.

“No hay que volver al mismo antiguo régimen climático contra el cual intentamos vanamente luchar… La crisis sanitaria está enmarcada en la mutación ecológica, fenómeno duradero e irreversible”. Afirma, sin equivocarse, que experimentamos un hecho radical, a saber, que se puede, de un golpe, parar en el mundo entero un sistema económico del cual se decía que era imposible frenarlo o reorientarlo, por la globalización. Argumenta que es la globalización misma la que ha vuelto tan frágil el sistema. Todos somos globalizadores, por ejemplo, cuando en febrero México vendió a China sus mascarillas, para luego comprar mascarillas a China, en abril a un precio 30 veces superior (López-Gatell dixit). Pero el coronavirus 19 nos ganó en cuanto a capacidad globalizadora.

Cuando las empresas y los gobiernos dicen que hay que arrancar de nuevo la máquina, y cuanto antes, Latour contesta: de ninguna manera, y cuenta la anécdota del pobre florista holandés que debe tirar a la basura sus hermosos tulipanes que mandaba por avión al mundo entero. Podría yo contar la del agricultor de Kenia o de Chiapas que manda sus ejotes, por avión, a París y a Nueva York. Los tulipanes del holandés crecen fuera de la tierra, bajo luz artificial, y se van en aviones que pulverizan su keroseno en el cielo…

Eso debe cambiar, dice Latour. Hay que “salir de la producción como principio único de nuestra relación al mundo”. Inventar algo que desbanque de su trono a este principio que el socialismo y el comunismo adoptaron, a imitación del capitalismo: producir más y más, crecer sin tregua era la meta de los famosos planes quinquenales y Fidel Castro no tuvo otro ideal. La única diferencia era que el socialismo esperaba una redistribución lo más justa posible de la bendita abundancia engendrada por la producción.

El reto planteado por Latour es algo como la cuadratura del círculo. Él dice que debemos preguntarnos: a) ¿qué nos importa más? (diagnóstico) y b) ¿de qué estamos dispuestos a liberarnos? (solución) De los cruceros con 5,000 turistas, de los aviones con 800 pasajeros… Bromeo, la cosa es seria. Nuestras sociedades, su economía no pueden seguir como antes; hay que inventar nuevas maneras de habitar el mundo (“nuestra casa común” dice Francisco), sin destruirlo. Pensar en la justicia social, no como la caridad que reparte en efectivo nuestro presidente de la República; pensar en el problema de “los hombres que sobran” (Pierre Giraud), porque no hay ni habrá trabajo para todos; pensar en la urgencia ecológica, contra lo que Max Weber llama “la racionalidad irracional” de una economía que no quiere cambiar antes de haber quemado el último barril de petróleo. ¿A poco no? Señor Manuel Bartlett, Señor Presidente, con todo respeto.

La utopía modesta, en palabras de la escritora haitiana Yanick Lahens, es: “Acomodarse de lo poco, compartir lo poco, debería ser la inspiración para una mañana buena para todos”.



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