Es el peor escenario que pudimos imaginar: el Kremlin (no Rusia) hace la guerra a Ucrania, sin declaración de guerra, una guerra de mayor escala, en los aires, en el mar y sobre tierra, una ofensiva masiva para someter a Ucrania y devolverla en la órbita del Imperio. Esa guerra castiga a los ucranianos por su pecado imperdonable: querer un país libre, demócrata y soberano. Es un ataque contra todos los valores que abomina el “drogadicto neonazi”, Putin, que no ha dejado de acusar a los dirigentes ucranianos de ser “drogadictos neonazis”. Bien cantan los niños: “El que lo dice, él es”.

Ahora bien, ¿sabemos qué es Ucrania? Un país tan grande y casi tan poblado como Francia, con una larga historia íntimamente ligada a la del resto de Europa, dotado de una cultura rica y diversa. Nuestra ignorancia es normal porque, hasta la desaparición sin violencia de la URSS, todo el mundo consideraba que Ucrania era una provincia del imperio, primero zarista, luego soviético; siempre una parte de Rusia, una tierra cuyo ineluctable destino era fundirse en la Gran Rusia una e indivisible. Es lo que dice Putin, es lo que dice el Patriarca de Moscú, Kirill: “Nuestra unidad, la de los pueblos del ex espacio soviético, debe desarrollarse encima de las fronteras estatales. La Iglesia ortodoxa rusa no es solamente la de la Federación de Rusia, sino de la entidad histórica que inicia en el bautisterio del santo príncipe Vladimir de Kiev y engloba a los pueblos de Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, la Santa Rusia que no es una noción abstracta, un momento de nuestro pasado. Es también nuestro presente”. Presente en forma de guerra de conquista.

La conquista progresiva de Ucrania entre 1653 y 1795, completada al final de la segunda guerra mundial con la anexión de la parte occidental que había prosperado hasta 1919 bajo la tutela benévola de los Habsburgos de Austria, esa conquista hizo de Rusia un imperio, y de Ucrania una colonia. Estrechamente controlada, privada de su idioma a partir del siglo XIX, invadida por colonos rusos en tiempos de Stalin, para llenar el vacío demográfico causado por la gran hambruna de 1932-1933 (4 millones de muertos), la guerra de 1941 a 1945 y las deportaciones masivas de la post guerra, Ucrania ha tenido una historia trágica.

El régimen zarista y el imperio se derrumbaron en 1917. Ucrania proclamó su independencia, como Polonia, Estonia, Letonia, Lituania, Armenia, Georgia, Azerbaiyán. De todos los pedazos del imperio, Ucrania fue el primero que Lenin reconquistó y, con esto le dio a la futura URSS la forma de un imperio que creció y creció. Desapareció oficialmente en 1991 cuando los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia lo decidieron. De cierta manera, podemos decir que fue el resultado positivo de la perestroika y la posible evolución democrática de esas tres repúblicas. ¡Por primera vez en su historia, Rusia dejaba de ser imperial!

Por desgracia, el gozo se fue al pozo, primero por la evolución negativa de Rusia que en menos de diez años vio instalarse un régimen autoritario para nada dispuesto a que se consolidara una sociedad civil protegida por el derecho y la libertad; un régimen estrechamente aliado con la Iglesia que ofrece a su pueblo “la grandeza nacional, el poderío”, el restablecimiento del imperio sobre la “Santa Rusia”. Rápidamente, hizo de Bielorrusia y de Armenia unos vasallos y puso de rodillas a Georgia y Moldavia; pero, desde un principio, el envite esencial fue Ucrania. No les quedó a los ucranianos sino dos posibilidades: resignarse a ser gobernados por un lacayo de Moscú para tener la paz y una independencia facticia, o escoger un gobernante verdaderamente nacional. Lo hicieron dos veces, en 2004, con la “revolución naranja”, en 2013-14 con la “revolución de Maidán” (el Zócalo de Kyiv). Lo pagaron y lo pagan caro. Desde 2004, Putin no quitó el dedo del renglón y no dejó de escalar en su ofensiva multifacética contra la insoportable y despreciable “pequeña Rusia”, “cuna de nazis y neonazis”. Si me dan licencia, seguiré hablando de la desdichada Ucrania.

Historiador en el CIDE

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