La traducción católica más común de la última frase del Padre Nuestro dice “líbranos del mal”; hay otra que reza “del Malo”, el malo siendo una entidad personalizada por el Diablo que nos acecha. En el caso que evoco el malo es el sacerdote que comete un doble crimen: el abuso sexual de un menor o de un adulto, acto que es a la vez un sacrilegio. Cuando estalló el escándalo del tristemente famoso P. Marcial Maciel, gracias a los esfuerzos tenaces de unos pocos valientes, se habló mucho de Maciel, menos de sus colegas que hicieron el mismo daño. Luego, el silencio. Vuelvo al tema porque en España la comisión encargada de investigar los abusos sexuales cometidos por sacerdotes acaba de publicar un informe que da la dimensión del mal.
Muchas veces acusamos a los Estados Unidos de todos los pecados del mundo, pero, en este asunto, sus ciudadanos católicos fueron los primeros en abrir una brecha en la muralla de silencio de la institución eclesial. El primer intento, en 1983 fracasó, el segundo en 1992 no pudo ser derrotado y, poco a poco, los valientes hombres y mujeres, adultos, a veces ancianos ya, que habían sido víctimas del depredador, en su niñez o en su adolescencia, se organizaron, ganaron la batalla en la prensa y en las redes sociales, obligaron a la Iglesia a reconocer la realidad, la extensión del mal.
Sabemos que en todas las profesiones que implican una relación asimétrica entre dos personas, la que detiene el prestigio, la autoridad, la que inspira el afecto puede caer en la tentación de ejercer el mal: médicos, profesores, entrenadores, psicoanalistas, etc. Sabemos que entre los que detienen una autoridad religiosa, los católicos no son los únicos en tener sus malvados; los hay entre los pastores protestantes y los rabinos, casados y padres de familia; el celibato no es la causa. Pero en el caso de los sacerdotes católicos y ortodoxos, el daño es mayor aún por la carga religiosa única que llevan, por la presencia real de Cristo en la Eucaristía, presencia que convoca el sacerdote a la hora de la consagración del pan y del vino, cuerpo y sangre de Cristo. Eso no lo puede hacer el pastor protestante.
El poder sobrenatural, el prestigio del sacerdote católico (y ortodoxo) se debe a su papel extraordinario: él vuelve a Dios realmente presente en el altar durante la misa. Él ha recibido ese poder del obispo, y el obispo lo puede ordenar porque se encuentra en lo que se llama “la sucesión apostólica”, esa cadena continua de obispos desde Simón-Pedro, San Pedro, nominado nada menos que por Jesucristo. Así, dos mil años después, el sacerdote está en contacto con Cristo, con Dios.
Por eso su culpa es mayor, mucho mayor, que la de los otros depredadores, y el mal que hace a sus víctimas es desmedido. La consagración en la misa remite a la última cena y hace del sacerdote, para los feligreses, el alter Christus, “configurado ontológicamente a Cristo”, dijo Benedicto XVI. Sin el sacerdote no hay Eucaristía. Es algo fundamental para los católicos y los ortodoxos. Y eso hace más abominable aún el abuso ejercido por el sacerdote, por más abominable que sea el abuso ejercido por el profesor sobre su estudiante de maestría. El malo se escondió en el santo. El gran escritor francés, Georges Bernanos, el autor de terribles novelas como Mouchette o Sous le soleil de Satan no se atrevió a sondear tal abismo: lo santo que resulta siendo el mejor escondite del malo… Maciel dando la absolución a su víctima al terminar su abuso antes de celebrar minutos después, de consagrar y dar la eucaristía a los fieles, entre los cuales aquella víctima… Diciendo al niño, al adolescente que esa cosa innombrable es lo que Dios quiere para él. Imposible imaginar el efecto producido, el daño provocado, con efectos a largo plazo, por la visión del abusador elevando el cuerpo de Dios en sus manos, antes de distribuirlo a los asistentes, a su víctima, a sus víctimas. Mejor me callo. Y doy las gracias a Alberto Athié, Carmen Aristegui, Javier Solórzano.