Hace cincuenta años conocí un país pacífico, seguro, próspero. Empezaba el gobierno de un joven oficial, admirador de Nasser, el padre del “socialismo árabe”: Muammar Gaddafi. Muerto su ídolo, intentó ser su heredero y los petrodólares de los “veneros del diablo” transformaron la noble ambición inicial en megalomanía. Hace diez años, una intervención extranjera, bajo la bandera de la ONU, pero en la cual el gobierno francés de Nicolás Sarkozy tuvo un papel decisivo, acabó con Gaddafi quién fue asesinado. El más político de sus hijos, Seif al-Islam Gaddafi (“La espada del islam”) cayó preso y estuvo a punto de ser ejecutado. Años de silencio sobre su suerte. Ahora, ironía del destino, su nombre empieza a sonar como el posible último recurso. ¿Una restauración dinástica a la vista?
Libia (como Siria) ha sufrido diez años de guerra civil e intervenciones extranjeras que aprovecharon las potencias regionales, los actores locales, el islamismo al estilo Al Qaeda y Califato, el crimen organizado local e internacional, los traficantes con migrantes. Esas fuerzas han impedido, hasta ahora, el surgimiento de una autoridad nacional, única, incontestada. En 2019-2020, la escalada militar que culminó en la larga batalla por Trípoli, con el choque entre combatientes rusos y turcos, dejó un empate que dio a la ONU la posibilidad de actuar.
Los esfuerzos de su Misión en Libia culminaron primero con la firma de un cese al fuego en octubre de 2020, luego a la elección, en febrero de 2021, de un Consejo Presidencial que representa las tres regiones que forman, mal que bien, Libia: Tripolitana, con las ciudades rivales de Trípoli y Misurata, Cirenaica y Fezán. Un nuevo gobierno, con la misma repartición tripartita, fue ratificado por un Congreso reunificado, después de cinco años de guerra. Le toca unir al país, organizar elecciones generales para el 24 de diciembre, conseguir la salida de los extranjeros, desarmar o disciplinar las milicias locales, tribales, municipales, restablecer las actividades decisivas del sector petrolero…
Los acuerdos del año pasado preveían la salida de las fuerzas extranjeras antes de tres meses. Ahí siguen los turcos, cuya intervención masiva en otoño de 2019 y en primavera siguiente, salvó al Gobierno de Unión Nacional de Trípoli (reconocido por la ONU) cuando estaba a punto de ser derrotado por las fuerzas del “mariscal” Haftar, militar del tiempo de Gaddafi, apoyado por Egipto, los Emiratos y los mercenarios rusos del grupo Wagner. Ahí siguen esos mercenarios rusos, y los mercenarios sirios trasladados desde el enclave sirio de Idlib por la aviación turca. ¿Saldrán? El Gran Juego turco-ruso se da al mismo tiempo en Siria, en el Caucaso (en el conflicto armenio-azerí), y en Libia. Menos peligrosos, pero presentes, los soldados italianos en los puertos de Trípoli y Misurata, los ingleses “contratados” en el puerto de Misurata.
Las milicias de Tripolitana y Fezán, fortalecidas por su participación a la victoria de Trípoli, no se dejan dispersar; las del Oriente no le hacen caso al “mariscal” Haftar desprestigiado por su fracaso. En realidad, cada milicia obedece a su jefe, lo que explica los sorprendentes cambios de bando, a veces en medio de la batalla.
En el tablero internacional siguen las dos coaliciones rivales, preparadas a batallar si fracasa el nuevo gobierno, si no puede organizar las elecciones o si el resultado electoral no conviene a los intereses de algún actor importante. Turquía, Rusia, los Emiratos Árabes Unidos, Egipto han intervenido mucho en el conflicto y quieren capitalizar sus inversiones. La Unión Europea considera, con razón, que Libia está en su frontera Sur; Europa, los EU y los países árabes desean una Libia estable y próspera, sin presencia turca y rusa. ¿Todos le piden peras al olmo? Esa podría ser la oportunidad para Seif al-Islam.