Día 898 de la guerra contra Ucrania y 266 contra Gaza. Más de una vez el presidente Vladímir Putin nos ha advertido: “Tenemos también armas nucleares que pueden golpear blancos en su territorio, y ellos sugieren ahora y asustan al mundo (Putin alude a las declaraciones de Macron que, si Ucrania está en grave peligro, “ningún recurso está excluido”) y todo esto levanta la amenaza real de un conflicto nuclear que significará la destrucción de nuestra civilización (…) ¿Qué no lo entienden?”.
La destrucción de nuestra civilización. El presidente ruso tiene razón. Annie Jacobsen, en su libro “Nuclear War. A Scenario” (2024), maneja unas cifras de terror. Una bomba de una megatonelada sobre el Pentágono mataría a un millón de personas en dos minutos y la guerra nuclear entonces desatada será apocalíptica: dos mil millones de muertos, luego una extinción masiva provocada por el “invierno nuclear” y la degradación de la capa de ozono. Cormac McCarthy lo narra en su novela de 2006, “La carretera”, llevada al cine en 2012. Bien dice Annie Jacobsen: “Mientras exista la posibilidad de una guerra nuclear, la sobrevivencia de la especie humana está suspendida”.
El New York Times toma tan en serio la amenaza que un equipo ha trabajado un año para presentarnos el dossier “Confrontando una nueva era nuclear”, el 10 de marzo de 2024. W.J. Henningan nos ayuda a “imaginar que se lanzó un arma nuclear”. “Una cabeza nuclear cabe en el cono de un misil de corto alcance que puede lanzar un caza (…) Cuando llega a su objetivo (…) el rugido igual a 10,000 toneladas de TNT (…) la temperatura adentro de la explosión alcanzaría millones de grados, más que en la superficie solar. Muerte instantánea para la gente al aire libre. Todo lo inflamable se consume. Un infierno de fuego kilómetros a la redonda provocaría una tormenta de fuego asfixiante incluso para la gente en sus casas. La onda de choque se propagaría a velocidad supersónica destruyendo todo (…) Luego, la oscuridad. Difícil respirar un aire cargado de humo y partículas”.
Más adelante nos invita a “imaginar las consecuencias de una cabeza nuclear sobre el mundo”: Si un país como Ucrania fuese atacado –sin que eso provocara una guerra nuclear total–, el impacto afectaría al mundo, porque Ucrania es uno de los principales exportadores de granos: cosechas contaminadas, cuando no destruidas, con un efecto dominó de hambre en muchos países. Huyendo de las radiaciones, los ucranianos y sus vecinos se lanzarían a “la carretera”. El miedo a una eventual riposta nuclear de la OTAN hundiría las bolsas mundiales. En el mejor de los casos, los EU y la OTAN no contestarían con un golpe nuclear, pero lo harían de muchas maneras, lo que llevaría a una escalada que bien podría terminar en apocalipsis. “Un estudio científico de 2022 encuentra que si detonan 100 bombas equivalentes a la de Hiroshima (apenas el 1 por ciento del arsenal nuclear global), generarían cinco millones de materia en suspensión, oscureciendo el cielo, bajando la temperatura, provocando la mayor hambruna de la historia”.
Las armas nucleares existen, no van a desaparecer y, con todos los cambios geopolíticos en el mundo, la disuasión nuclear que funcionó muy bien durante la guerra fría, en un mundo bipolar, ha dejado de ser garantizada. Funcionó porque los dos actores principales eran racionales y entendían la ventaja del equilibrio del terror. ¿Pero, hoy en día? Son muchas las potencias nucleares y la racionalidad no impera por todos lados. Un error es siempre posible y pueden existir dirigentes irresponsables o dispuestos a todo, incluso al suicidio al estilo Sansón. ¿Sabe Usted de cuánto tiempo disponen los presidentes Putin y Biden para tomar una decisión, cuando un enemigo ha lanzado un misil balístico? Si Kim Jong-un dispara, el presidente estadounidense tiene seis minutos para decidir si contrataca (o no), haciendo polvo gran parte de Corea del Norte. ¿Qué harían Rusia y China? Si entran en la danza, calcula Jacobsen, nuestro mundo se acaba en 72 minutos.