Por más lejos que remonte en el tiempo el historiador del cristianismo, se topa con el culto de la Virgen María. Los evangelios de Mateo y Lucas lo fundan, el Apocalipsis de Juan enseña a la mujer rodeada de estrellas que pisotea al dragón del mal. Ella es la nueva Eva, la mujer portadora de la salvación, después de la Eva primera co-autora con su compañero Adán de la caída. La Virgen está presente en los himnos más antiguos, en los primeros íconos y la devoción mariana, a lo largo de los siglos no hizo más que crecer y embellecer, para asombro y enojo de los que la interpretan como idolatría descalificada como “mariolatría”.

Es una devoción íntima y pública; no es casualidad que las principales catedrales levantadas en la Edad Media se llamen “Nuestra Señora”; San Bernardo es su teólogo y Dante su cantador: Donna, se’tanto grande e tanto vali/ Che qua vol grazia et a te non ricorre/ Sua disïanza vuol volar sanz’ali. Hermosos versos que mi amigo Roger Baillet traduce como: “Dama, eres tan grande y tienes tal valor que quién desea una gracia y no recurre a ti, quiere volar su deseo sin alas”.

San Francisco de Asís y santo Domingo de Guzmán, Martín Lutero e Ignacio de Loyola son sus ilustres devotos. ¿Martín Lutero? ¡Claro que sí! Y también el caballero René Descartes que va en peregrinación a su santuario de Loreto. Es que la Virgen María, la humilde judía Miriam, se ha vuelto la intercesora, el abogado de los hombres en su relación con el Padre y el Hijo. Intercede, ruega, reza y su oración es de una eficacia suprema. Lean el librito intitulado Confesiones de un cristero, de Ezequiel Mendoza Barragán, natal del rancho las Pingüicas, municipio de Coalcomán, cuando ella suplica al Padre (que le contesta “Ve con tu hijo”), luego al Hijo para que no se condene “el más pequeño de sus hijos”, Ezequiel…

Católicos y ortodoxos rezan devotamente que ella es “verdaderamente la madre de Dios… más venerable que los querubines”; Martín Lutero y Juan Calvino lanzaban el anatema contra los que ponían en duda no solamente la virginal concepción de Jesús, sino que no había tenido más hijos que él. Entre tantas oraciones, el rosario sigue siendo el más rezado en el mundo.

Periódicamente, eclesiásticos católicos y protestantes (no los ortodoxos tranquilos en su devoción a la Theotokos, Madre de Dios) ven con desconfianza, critican, combaten tanta devoción, con la idea de que desplaza a Cristo como el único mediador. En el siglo XVIII, bien lo sabe David Brading que estudió la ofensiva del clero contra la piedad barroca en la Nueva España, obispos puritanos pretendieron combatir estos “abusos”. Les preocupaba que los fieles rezaran a la Virgen de su lugar, los de Zaragoza a la Virgen del Pilar, los de Cataluña a la señora de Montserrat, los nuestros a la Virgen de Guadalupe; como si existieran muchas Vírgenes milagrosas. El Papa, no recuerdo cual, tuvo la sabiduría de calmar a los obispos: “hermanos, ¿a poco ustedes creen que la Virgen no tiene poder para reírse y de enderezar lo que ven ustedes como una idolatría? De Virgine nunquam satis, De la Virgen, nunca lo suficiente”.

Los devotos de la Virgen de Guadalupe, y de los 800 santuarios marianos de la inmensa Rusia, saben que si Dios, la misma Trinidad entera, ha realizado el misterio incomprensible de la concepción en el seno virginal de una joven mujer, esa mujer tiene que ser “infinitamente pura”. Esta es la base del sentimiento mariano, anterior y posterior, indiferente a toda formulación teológica. Hasta entre los musulmanes existe alguna devoción mariana; un día, en la ciudad de Nueva York, un taxista pakistaní me preguntó si creía en la concepción virginal de Cristo y, como tardaba en contestar, me reclamó: “¿Usted no cree que Dios lo puede todo? Hasta hacer que una virgen engendre a Jesús”. Aquel hombre me recordó la dimensión cósmica de la encarnación y que el misterio sigue entero.


Historiador

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