Capítulo 24 de Isaías sobre la devastación universal: La Tierra está enlutada, está agotada; el mundo está enfermo y sin fuerzas; lo mejor de sus pobladores, lánguido. La tierra, sus moradores la han profanado, por su desacato a las leyes, por su desobediencia al mandato, por haber quebrantado el eterno pacto.
El texto profético se puede leer de muchas maneras, pero, cuando caí sobre estos versículos, hace unos días, los leí al instante en clave ambiental, geobiológica, inmediata. Tomo en serio la profecía porque se está realizando ahora. Hemos profanado, seguimos profanando la Tierra, sus mares, su atmósfera, hemos desobedecido al mandato de usarla sin destruirla, como buenos hortelanos, hemos quebrantado el pacto posible, único, salvador. Hace cincuenta años, las más altas instancias científicas y políticas, a saber, las Naciones Unidas, nos avisaron del posible desastre que amenazaba nuestra única nave, nuestro pesebre, la Tierra. No hicimos, no hacemos caso.
El año 2022 cerró con máximos de emisiones de CO2 y de altas temperaturas, dejando en el limbo, una vez más, los sueños del por sí modesto e insuficiente Acuerdo de París. Desde 1990, el CO2 vinculado a los hidrocarburos y al carbón, tan caros para nuestro presidente y a su director de la Comisión Federal de Electricidad, han crecido sin parar. A nivel mundial, como nacional –mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa– seguimos deforestando e incendiando. Bolsonaro –¡qué bueno que no pudo repetir!– devastó las Amazonias (y los países vecinos también) y nosotros tumbamos millones y millones de árboles en la península de Yucatán para un tren que no tiene nada de maya. Una vez más, la Organización Meteorológica Mundial nos repite que la concentración de CO2 en la atmósfera es la más alta en los últimos tres millones de años. ¡Buen motivo de orgullo! Rompimos récord Guinness y los mexicanos aportamos nuestra modesta contribución construyendo una refinería en medio del manglar.
El encuentro internacional organizado por la ONU para definir la estrategia que permitiría, eventualmente, reducir a nada la emisión de dióxido de carbono al horizonte del año 2050 –cuando la población mundial empezaría a bajar después de alcanzar el tope de 9 mil millones de malos bichos humanos– concluyó que el punto de no regreso se encuentra ya al horizonte. Está a la vista y se nos acerca rápidamente”. En amplias regiones, no solamente tropicales, sino también templadas, y hasta arriba de los círculos árctico y antártico, el recalentamiento rebasa las previsiones y arruina a pescadores, agricultores y ganaderos, deja sin agua a las ciudades, obliga millones de personas a emigrar.
Los desastres climáticos, sequía, inundación, tormentas, ciclones, deshielo del permafrost en el Gran Norte de Europa y Asia ocurren a un ritmo acelerado y con una violencia inaudita. California, el mundo mediterráneo, la África al sur del Sahara, amplias regiones de América Latina (y de México) y de Asia, Siberia… la lista es muy larga en la geografía de la crisis climática.
La crisis climática y el impacto de nuestro modo de vida han provocado la extinción masiva de especies animales y vegetales; contribuimos con entusiasmo a la destrucción de la vida. Millones y millones de kilómetros cuadrados de selva tropical fueron arrasados y seguimos en la obra. Busquen las cifras de México y verán que no cantamos mal la ranchera. ¿Qué decir de los espacios húmedos, de las humedades que nos empeñamos en destruir, por lo menos, desde el siglo XVI? “Guadalajara en un llano, México en una laguna…”. Nos comimos la tuna y nos espinamos la mano, pero no nos importa. Tampoco nos importa la destrucción acelerada y masiva de los manglares para satisfacer la voracidad de “la industria sin chimeneas”, el turismo con sus hoteles y resorts. Todo está ligado, cambio climático y muerte de la biodiversidad; el cambio climático, obra nuestra, provoca el desastre biológico, el cual agrava el cambio climático. Cerramos perfectamente el círculo vicioso. Isaías tenía razón.
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