Daniel Ortega, el renegado de la Revolución, transformado en sátrapa de por vida en compañía de su esposa y vicepresidente, Rosario Murillo, se ha vuelto un confirmado y feroz perseguidor del pueblo de Nicaragua, de sus antiguos compañeros de la lucha contra el tirano Somoza —que resulta chiquito comparado con Daniel— y de la Iglesia católica. Entre los perseguidos, obligados a refugiarse en el extranjero, está Sergio Ramírez, uno de los valientes comandantes de la gloriosa revolución; en 2021 publicó una novela histórica totalmente transparente: Tongolele no sabía bailar, sobre la represión del gran movimiento estudiantil primero, cívico y popular después, que, en 2018, fue tratado a sangre y fuego: 355 muertos, miles de presos y torturados, cien mil exiliados. Entre los personajes importantes de la novela, un obispo comprometido que sobrevive a un atentado y que debe exiliarse en Roma, porque el Vaticano quiere calmar a los tiranos.
En abril de 2018, la reelección ad vitam eternam de Ortega provocó el estallido y los obispos aceptaron ejercer su mediación entre el desgobierno y los manifestantes. La primera ronda de conversaciones fracasó y la segunda también, a pesar de la exclusión exigida por Ortega del obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, el hombre que acaba de ser condenado a 26 años con cuatro meses de prisión. Había sido arrestado el 19 de agosto del año pasado, por difusión de “falsas noticias”. ¿Por qué tan dura condena? Escuchemos al dictador Daniel Ortega para quién nuestro gobierno ha tenido muchas consideraciones y contra quién jamás ha elevado la menor crítica:
En un discurso que duró una hora, afirmó que la condena se debía a la culpabilidad del obispo en “conspiración contra la integridad nacional… propagación de falsas noticias… alta traición”, antes de decir que el criminal es un “loco…extravagante energúmeno… desequilibrado”, sin que eso le valiera la menor indulgencia. Y todo eso ocurrió porque el obispo se atrevió a negarse a subir al avión que llevaba al exilio 222 presos políticos a los cuales, una rapidísima reforma legislativa permitió quitarles la nacionalidad nicaragüense, los derechos cívicos, y la posibilidad de volver algún día a Nicaragua. El obispo estaba haciendo cola con los demás presos cuando se dio cuenta de qué se trataba y, en efecto, se negó a subir al avión. Rebelión imperdonable.
En su discurso, el presidente vitalicio intentó desmentir que el envío de tantos presos fuera del país haya sido el resultado de intensas presiones de Washington, de la OEA o de la Unión Europea: “He dicho que todas esas gentes en la cárcel, arrestados por atentado contra la soberanía, la paz, del pueblo nicaragüense, eran agentes de potencias extranjeras, por lo tanto, ellas se las pueden llevar… Mi esposa, la vicepresidente Rosario Murillo me sugirió proponer al embajador de los Estados Unidos, Kevin Sullivan, retomar a sus mercenarios… sin pedir nada a cambio”.
Sergio Ramírez celebró: “Hoy, 9 de febrero, es un gran día para la lucha por la libertad de Nicaragua al salir de la cárcel tantos prisioneros injustamente condenados”. No sé si entre los liberados se encontraban los cinco sacerdotes, condenados hace unas semanas a cinco años de cárcel. Quién se negó a subir al avión fletado por el gobierno de los Estados Unidos, fue el obispo de Matagalpa, el “arrogante energúmeno”, Rolando Álvarez. El Vaticano mantuvo perfil bajo, como en 2019, cuando el Papa, en audiencia privada, pidió al obispo auxiliar del cardenal Leopoldo Brenes, Monseñor Báez, mudarse a Roma. Ahora, el papa Francisco expresó su “preocupación” por la dura condena del obispo Álvarez y llamó a los fieles a rezar para que los políticos “abran sus corazones”. El cardenal Leopoldo Brenes comentó poco después que lo único que se podía hacer por el obispo es “orar, esa es la fuerza nuestra”.
Jacques Rogozinski nos informa que el gobierno español ofreció en seguida la nacionalidad a los exiliados y se pregunta por qué, a diferencia del presidente chileno, el gobierno de México guarda silencio. Lo mismo se preguntan muchos.
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