Así me dijo hace muchos años un ranchero mexicano, al evocar la violencia entre vecinos y pueblos, por cuestiones de límites de propiedad y territorio. Ayer, de pura casualidad, vi y escuché en Instagram al viejo hermoso, Alain Delon, que, en otras palabras, dice lo mismo. Manifiesta su cansancio, su hartazgo frente a lo que pasa cada día en el mundo, lo que nos anuncia la televisión y machacan todos los medios de comunicación. Dice que, retirado del mundo, vive en su casa en el campo, solo, con sus inocentes animales y espera que no tarde la muerte para alejarlo de aquel infierno creado por los humanos. “Hay que cultivar nuestro jardín”, dice Voltaire al final de su Candide. Como Alain Delon.

Piensen un poco en la violencia que arde por todos lados, las guerras, las matanzas indiscriminadas, la matanza de civiles, la masacre universal en absoluta violación de todas las leyes de la guerra tan penosamente elaboradas a lo largo de los siglos. El acontecimiento más reciente es el asalto desatado por la organización fanática islamista Hamas, desde Gaza, contra un Israel cuya política “imbécil” (así la califica Eli Barnavi, exembajador israelí en Francia) comparte la responsabilidad del desastre. Un asalto que en lugar de ser una atrevida operación militar degeneró en abominable crimen de guerra. No alcanzaré a enumerar la lista completa de guerras internacionales y civiles que ensangrientan al mundo. La agresión de Rusia contra Ucrania, que va a cumplir 600 días y ha costado la vida a más de doscientos mil personas, va para largo, con un desprecio absoluto a la población civil. Siria y Libia siguen hundidas en la guerra civil y la intervención extranjera, como Yemen y Líbano están temblando. Hemos olvidado el drama interminable que viven países como Congo (millones de muertos en diez años), Sudán, Etiopía, Afganistán… Son demasiado numerosas las conflagraciones.

A esa omnipresencia de la guerra entre soldados y ejércitos, hay que añadir el horror abismal de la violencia que atormenta a nuestro país y a muchos otros como Brasil o Colombia y que se extiende a Ecuador y a quién sabe cuántos más. Héctor de Mauleón nos lo dijo en una nuez en su artículo “¿Cuántas más como Montserrat?”. Me costó trabajo leerlo. “Por cinco mil pesos se iba a borrar para siempre la desgracia de Montserrat. En una ciudad donde las desapariciones se han desatado en los últimos años de manera histórica, ¿cuántos feminicidios habrán sido ocultados en el charco de la corrupción y de la complicidad?”. ¿Qué nos está pasando? Entramos hace tiempo en un capítulo de nuestra historia que algún día bautizarán como “la Violencia”, violencia que se extiende cada día, una historia escrita con la sangre y que está lejos de terminar.

La muerte es el capítulo final normal de la vida. Cierto. Pero no la muerte de Montserrat, ni la de los soldados rusos y ucranianos, ni la de los civiles masacrados por Hamas cuando asistían a un concierto, tampoco la de los civiles sepultados por los bombardeos israelíes en Gaza. Esas muertes son inadmisibles y deberían ser combatidas, pero no sé cómo. En un libro de Elías Canetti que no leí, sino por conducto de otro autor, Cees Nooteboom, se encuentra esa frase que me ayuda: De repente, los muertos resucitados acusan a Dios en todas las lenguas de la tierra: este es el verdadero juicio final.

Leí esa frase a la hora de la ofensiva de Hamas y de repente me di cuenta que Canetti vibraba con la misma indignación que manifestaba don Bernardo cuando me dijo La humanidad es una raza maldita. La vida como un complot urdido por Dios contra los hombres cuando nos dejó la libertad de escoger entre el bien y el mal, cuando dejó a Caín la libertad de decidir matar a Abel. Lo peor es que cuando Caín no mata a Abel, puede que Abel mate a Caín.

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