Recibí hace poco, por correo, sin nombre de remitente, un libro intitulado Nueva Barbarie de la Tristeza, firmado por Lorenzo León Diez, académico de la Universidad Veracruzana y periodista. En una serie de breves textos, nos llama a resistir contra la barbarie que, de manera insidiosa, está ganando la tercera Guerra Mundial, a saber, la ofensiva de la Red y los medios audiovisuales para lograr “la disolución de la conciencia que se ha puesto planetariamente en práctica”.
Precisa que el poder bélico se ha desplazado de los generales a los expertos, tecnócratas y capitalistas y estoy pensando en el temible Elon Musk; diagnostica que “el lugar del cuerpo en la Tercera Guerra Mundial es radicalmente otro que, en las dos guerras anteriores, donde se trataba de destruir los cuerpos de los otros” (p.21). Ahora que estamos en la Red Cibernética, bajo la mirada y la escucha permanente del Hermano Mayor, Big Brother, el blanco no es el cuerpo, sino la mente, el espíritu, el alma. Esa guerra hace de nosotros unos “consumidores y esclavos mentales” uniformizados.
En la página 30 afirma que “el manifiesto de los Poderosos está expuesto a cada segundo en sus emisiones y los ciudadanos del planeta acatan hasta el extremo de lo que se ha revelado en China, donde la Red es el instrumento primordial del control social” y de la represión. De modo que ya no es necesario recurrir a la artillería, misiles, tanques y guerra de trincheras, como en Ucrania ahora, en el mes XIX de la agresión rusa: ya no se trata de conquerir terreno, abrir brecha en los frentes y matar a cientos de miles, sino de apoderarse de los cerebros.
Lorenzo León Diez, al denunciar a la “hoja fosfórica de la pantalla”, tan cortante como un cuchillo de obsidiana, aviva la angustia del abuelo que soy, muy preocupado por el tiempo que pasan frente a las pantallas mis nietos más chicos, los que tienen menos de diez años; a los grandes que tienen más de veinte, no les tocó semejante exposición, por lo menos no con tal intensidad.
“Si para los adultos es difícil percatarse de la infección mental y emocional que fluye de las pantallas, los niños ya no tienen la posibilidad de despertar siquiera. Están sumergidos en los videojuegos, horas y horas en la pantallita, en la media pantalla y en la pantallota”, (p. 19) Yahoo, Netflix, hotmail, gmail, videos, chats, whatsapp… Desaparece la presencia real tanto para niños como para nosotros. Si los adultos no podemos vivir sin las redes, si no puedo separarme un instante del maravilloso y maldito celular, de día en la mano, en la bolsa, sobre la mesa, de noche encima del buró al lado de la cama ¿qué decir de la fascinación de los niños? Es muy grave lo que está sucediendo con los chiquitos cuando no hay padres para hacer acto de autoridad y medir el tiempo de exposición a la “hoja fosfórica”. Les cuesta mucho a los padres lograrlo; discuten, pactan “tanto tiempo”, los chicos prometen cumplir y cuando suena el temporizador, estalla el drama, gritos, llantos, pataleo. Entonces los padres se rinden y compran la paz. Pero muchos niños no tienen parientes a su lado para liberarlos de su adicción. Es más, muchos adultos, posiblemente adictos, tienen tendencia a facilitar, si no es que estimular la pasión de los niños por los videojuegos.
Por eso, frente a esa pesadilla futurista, le agradezco a Lorenzo León Diez su invitación a “Parar el tiempo digital”. En ese primer artículo del libro propone una terapia que se define en una sola palabra: ¡Alto! Propone un “Ayuno Informático”: “apaguen su celular durante 24 horas, apaguen la wifi y no enciendan la televisión”. Invoca a la tradición cristiana primitiva, la de los Padres del desierto, el ascetismo monástico. Advierte que es algo, inicialmente, violento. “En el momento actual es como solicitarle a un alcohólico que deje de beber, a un heroinómano que deje de inyectarse, a un adicto al sexo que salga del burdel”. Sabiamente, nos concede empezar con un ayuno de doce horas.
Gracias, Lorenzo León Diez. Espero que no sea la voz que clama en el desierto.