India tiene la fama de ser “la democracia más grande del mundo”. Por el número de sus casi mil millones de electores, es cierto, pero qué tan democrática es, presta a discusión, siempre y cuando no ponga uno algún adjetivo nacional que, de hecho, desvirtúa a la democracia. En las elecciones en siete fases que duraron siete semanas hasta el 4 de junio, el primer ministro Narendra Mori, a sus 73 años, apoyado por su partido Bharatiya Janata (BJ), el “partido del pueblo de la India”, consiguió su tercera victoria. Desde el inicio de su primer mandato prendió la alarma entre los partidarios de una verdadera democracia en la línea de los padres fundadores Gandhi y Nehru, porque el partido BJ poco tiene que ver con los valores democráticos de diálogo, consenso y convivencia. Tan es así que Narendra Mori desató, a lo largo de su campaña, violentos ataques contra la minoría musulmana del país, una minoría de 200 millones de personas.
No es nada nuevo, él y su partido, desde un principio, exaltan el mito nacionalista Hindutva, de una India pura, exclusivamente hindú, sin lugar para las minorías religiosas. Son los herederos de Subhash Chandra Bose, nacionalista admirador de Mussolini y Hitler, que llamó a colaborar con los japoneses durante la segunda guerra mundial para acabar con el dominio inglés. El asesino de Gandhi pertenecía a su movimiento y el BJ lo celebra como héroe y mártir. Hindutva es el orgullo de ser hindú, una dignidad supuestamente ofendida y humillada desde el inicio de las invasiones musulmanas y a lo largo del imperio mogol y del Raj británico. Ideología nacionalista radical, pretende establecer para siempre la hegemonía hindú, en nombre de la cultura, de la raza y de la religión, lo que lleva a episodios de limpieza étnica contra los musulmanes.
La confusión entre religión y política, entre Estado, gobierno y religión, redobló desde el inicio de la campaña electoral. El 22 de enero, Narendra Modi inauguró, durante la ceremonia religiosa, el templo dedicado al héroe-dios Rama, construido sobre el sitio de la antigua mezquita de Ayodhya en el norte de la India, arrasada por una turbamulta en 1992. Dijo: “Hoy Nuestro Señor Rama ha llegado, después de una espera de siglos… Rama es la fe de la India, Rama es el fundamento de la India, Rama es la ley de la India, Rama es el prestigio de la India, Rama es la gloria de la India, Rama es el líder de la India, Rama es la política de la India”.
Con ese programa, Narendra Modi barrió en 2019. En aquel año abolió la autonomía (limitada) de los territorios musulmanes de Jammu-Kashmir y una serie de leyes impide la conversión al islam o al cristianismo a la hora del matrimonio; en el mismo año, la Suprema Corte dio luz verde para la construcción de un templo a Rama en Ayodhya. Un nacionalismo étnico-religioso pregona la exclusión de los “otros”, musulmanes, cristianos, etc. Uno de los lemas de la campaña fue: “Si gana la oposición, los musulmanes van a matar a las vacas” (sagradas). Un discurso de miedo y odio que presenta a los hindúes como víctimas seculares del “otro” musulmán. Esa estrategia de enfrentamiento puede llevar, más allá de periódicas explosiones de violencia, la eliminación de aquel otro, manchado por el pecado imperdonable del antiguo dominio mogol. Por eso los militantes del partido BJ abominan de Gandhi y Nehru, los abogados de la convivencia armoniosa en una democracia real. Ya no son los autores de la independencia, cuyo mérito se atribuye al fascista Chandra Bose. Así se reescribe la historia. Bien dice Antonio Elorza que “la prostitución de la memoria es siempre un instrumento usado por las dictaduras”.
En 2047, según Modi, el islam habrá sido desarraigado y la India volverá a ser Bharat, absolutamente pura.