Se supone que Winston Churchill dijo alguna vez: “El Reino Unido se forma en el orden y Francia en el desorden”. ¡Ojalá y se esté “formando” en el presente “desorden”! Acaba de vivir uno de esos episodios de fiebre tan frecuentes en su historia, que remiten siempre a la toma de la Bastilla, al motín que puede llegar a revolución pero que, muchas veces, se apaga solo, como un incendio… como la quema de toneladas de basura acumuladas en las calles de París por la huelga de los agentes de limpieza. Europa asistió, asombrada, a un estallido social provocado por la voluntad del gobierno de pasar la ley que fijará la edad para jubilarse a los 64 años, en lugar de 62 y obligará a cotizar 43 años en lugar de 41. Hay que saber que, en el resto de Europa, hace años que uno se jubila a los 67 años; así de España, cuando, en 2011, el gobierno socialista subió la edad de jubilación de los 65 a los 67. Después de meses de tensión, de días de huelga general, manifestaciones masivas, con un 70% de los franceses en contra del cambio, la ley decretada por el gobierno (no votada por el parlamento) fue ratificada por el Consejo Constitucional. ¿Punto final? ¡Quién sabe!
Desde su primera elección, el presidente Macron había anunciado esa reforma; la que impuso ahora es una versión muy edulcorada del proyecto inicial y, sin embargo, le vale el odio de muchos franceses que repiten: “No lo puedo ver ni en pintura”. Ya escribí sobre ese odio visceral contra “Junior”, el “pequeño príncipe brillante”, al cual los manifestantes prometen la guillotina. Es siempre, al grito de “Muera Macron”, una especie de operación Walkiria, pero con un pueblo aparentemente unido para una decapitación bien merecida, bien avalada por todos los medios de comunicación del país. Es el costo de un sistema presidencialista que concentra los poderes como en ningún otro país europeo. La famosa excepción francesa… En el parlamento, la oposición, dominada por la extrema derecha y por un conglomerado de izquierdas anticapitalistas, ha impedido cualquier diálogo que hubiera permitido llegar a un compromiso razonable. Resultado: frente a esas izquierdas que hacen mucho ruido sin pasar de ser un polvo pica-pica, mucha gente espera a la Jefa, Marine Le Pen, la Terminator anunciada.
Las referencias de los analistas son el movimiento de los “Chalecos amarillos” que sacudieron al primer mandato de Macron y también el famoso Mayo de 68. La hija de Raymond Aron, estudiante en aquel entonces, no acepta la comparación: “El 68 era festivo y juvenil; ahora lo que hay es odio”. Ciertamente, y si el 68 estudiantil despertaba las esperanzas de la izquierda, lo de ahora empuja al país a la derecha para mayor gusto de Marine Le Pen.
De manera extraña los grandes problemas de nuestro tiempo, del mundo como de Francia, ni apasionan, ni mueven al “pueblo”: la crisis ambiental, las grandes migraciones, las desigualdades sociales. Tampoco lo que pasa fuera de Francia. Es como si Ucrania no existiese, como si la guerra no estuviese a un lado. ¿Ombliguismo? ¿Inconciencia? ¿Ignorancia? Los franceses parecen creer que viven en una isla, o que el resto del mundo no existe. Jugar a la guerra civil cuando en un año, al lado, 300 mil soldados ucranianos y rusos han muerto o han sido seriamente heridos… Uno tiene ganas de exclamar, parodiando a Asterix: “¡Bien locos estos galos!”.
He oído decir en Paris, por gente de izquierda y por gente de derecha, que hay dos legitimidades, la institucional que es del gobierno, y la de la calle, que es más legítima, que tiene la verdadera legitimidad. La izquierda olvida que esa era la tesis del siniestro Charles Maurras, el fundador antisemita y antirrepublicano de la Acción Francesa, el que saludó la derrota de Francia frente a Hitler como una “divina sorpresa”; él oponía al “país legal” (el gobierno, el parlamento) al “país real”, la calle.
Termino con una frase del admirable alemán, amigo de Marx y de la Francia, Heinrich Heine: “Sin embargo, ¡Viva Francia!, esa Penélope perseverante que hace y deshace cada día su tela”.