Esquilo, que combatió contra los persas en Maratón, es el más antiguo de los tres grandes trágicos griegos. En 463 antes de Cristo, se representó en Atenas sus Suplicantes. Llegan desde Egipto las cincuenta hijas de Dánao que huyen de los hijos del rey egipcio que las quieren desposar contra su voluntad. Después de desembarcar en la ciudad griega de Argos, se refugian en el altar de Zeus. Mandan decir al rey Pelasgo que temen ser alcanzadas y forzadas por sus perseguidores y suplican no ser entregadas a estos violentos. Para escapar a la violencia masculina y poder disponer libremente de su cuerpo, piden permiso de quedarse en Argos.
El rey, frente a la alternativa de dar o negar la hospitalidad, frente a la amenaza de guerra, por parte del embajador egipcio, si no entrega las mujeres, exclama: “no sé qué hacer; la angustia se apodera de mi corazón; ¿debo actuar o no actuar? (...) Necesito un pensamiento profundo que nos salve”. Son cincuenta jóvenes “bárbaras”, extranjeras, acompañadas de sus sirvientas; huyen de la violación y del posible exterminio. El pensamiento profundo surge cuando el rey decide consultar al pueblo para que decida si se debe abrir o cerrar las puertas de la ciudad a las inevitables complicaciones que significaría optar por la hospitalidad. El pueblo vota para que las jóvenes mujeres gozaran de “la residencia en este país, libres y protegidas por un derecho reconocido de asilo contra todo intento de captura”. Ningún ciudadano de Argos, ningún extranjero podrá capturar a las refugiadas; es más, todo ciudadano que cometa el delito de no-asistencia quedará automáticamente exiliado.
¡Qué cosa! A la hora de MeToo y demás movimientos de lucha contra los abusos sexuales, violaciones y asesinatos de mujeres, a la hora de las grandes migraciones hacia Europa y hacia EU, a la hora de las reacciones xenófobas, y de los muros, a la hora de la imposibilidad de desembarcar en Europa los que no se ahogaron en el mar Mediterráneo, el texto de Esquilo es de una modernidad, de un coraje extraordinario. Sin olvidar a los que mueren ahogados en el Río Grande o perdidos en el desierto de Arizona.
El coro de las Suplicantes nos dice que las muchachas tienen “los rasgos bronceados por los dardos del sol”, como los que vienen del Sur y atraviesan nuestro país, con la esperanza de llegar a EU, como los que huyen de las guerras, de la violencia cotidiana de Centroamérica, México, del Medio Oriente y de África. Nuestros Estados son bien miserables frente a la ciudad-Estado de Argos, a su pueblo y a su rey, que prefieren correr el riesgo de una guerra con Egipto, a la vergüenza de ofender a los dioses al negar el asilo.
En la tragedia de Esquilo, se habla mucho del color de la piel, de esa diferencia física que suscita, primero, angustia y tentación de rechazo; después de todo, esas mujeres son “bárbaras”, muy diferentes de nosotros. Poco a poco, este color moreno de la piel se encuentra subrayado, casi magnificado y se vuelve signo de victoria sobre el miedo y la cobardía entreguista. De modo que los cincuenta violadores (en intención), cuando desembarcan, seguros de la victoria y arrogantes, sufren la humillante derrota. Dánao, el padre que acompaña a las cincuenta, nos sigue interpelando: cuando se trata de un extranjero, todos tenemos listas palabras malvadas, y nada sube más pronto a los labios que un verbo para manchar.
Descubrí ese texto prodigioso que deberían meditar todos los dirigentes políticos, al dar una clase de historia del pensamiento occidental. Bien: resulta que el teatro de Esquila, Sófocles y Eurípides no trata sino de la imperiosa necesidad de acoger, proteger, entender al extranjero. Al final de Las Suplicantes, el coro le pide a Zeus que conceda la victoria a las mujeres para que “una justa sentencia conteste al llamado de la justicia”. Desde Abraham hasta Cristo, los libros de la Biblia lo repiten. Parece que somos sordos.
Historiador