Tuve la suerte de participar en un congreso en Roma, con ocasión del 40 aniversario de la Conferencia del Episcopado latinoamericano en Puebla. Eso fue a víspera del sínodo sobre la Amazonia que duró casi todo octubre. Encontré obispos, monjas, mujeres militantes, filósofos, universitarios y me enteré —confieso mi ignorancia— tanto del entusiasmo como del odio que despierta el Papa, su persona y su estrategia.

Hablando de estrategia, estaba en Roma cuando nombró a trece cardinales, asegurándose así la mayoría en el próximo cónclave para garantizar, de ser posible, la reforma que paulatinamente y con mucha dificultad está llevando a cabo. Ha encontrado la oposición férrea de la facción ultra conservadora en el aparato mismo del gobierno de la Iglesia católica. En varias ocasiones se habló de complot contra un Papa atacado y calumniado. Escuché la vieja tesis de Monseñor Lefebvre, el autor del pequeño cisma tradicionalista después del concilio Vaticano II que tuvo cierto eco en México: la tesis “sedevacantista”, según la cual la Sede de San Pablo está vacante, mejor dicho, está ocupada por un usurpador, por un hereje.

El Papa ha seguido la línea de sus predecesores al aumentar la diversidad y la representatividad del colegio cardenalicio, el que elige al Papa. Dos días después, Francisco inauguró el sínodo de la Amazonia, en presencia de 185 obispos y de laicos de los ocho países que participan de este inmenso territorio. Bolsonaro, enemigo de la Iglesia católica de su país, está muy equivocado cuando dice que la Amazonia es de Brasil. Coincidencia: la selva amazónica estaba en llamas cuando el Papa exclamó: “¡Dios nos guarde de la avaricia de los nuevos colonialismos!”, después de mencionar “los fuegos impulsados por el lucro que devastan la Amazonia”. Frente a un Papa que dice que la justicia social es inseparable de la conservación ambiental y del respeto de la cultura de sus habitantes, el presidente Bolsonaro vocifera: “ni qué pulmón de la humanidad ni nada, Amazonia es de Brasil, el interés en la Amazonia no es el indio o el puto árbol, son los minerales”. Y crece la invasión de tierras indígenas, y la desforestación también.

Los medios de comunicación le dieron más importancia a otro tema del sínodo: el debate sobre la posible ordenación sacerdotal de hombres casados, en el espacio amazónico, para resolver el problema de la falta de vocaciones. Los sínodos dan peso a las Iglesias locales, debaten y proponen resoluciones que el Papa adopta o rechaza o pasa a otro nivel de reflexión. El 26 de octubre, el sínodo respaldó la ordinación de hombres casados en la Amazonia, por una mayoría de los dos tercios. El Papa dará su veredicto a fines de año; si es positivo, como se espera, la pregunta será: ¿la novedad se limitará a la Amazonia o, después de un tiempo prudente, se extenderá a toda la Iglesia latina? Digo latina, porque hace siglos que las Iglesias orientales unidas a Roma tienen un clero casado: greco-católicos, armenios, maronitas, etc.

No faltan los que se rasgan las vestiduras. Cuando Francisco habla de “los nuevos caminos para la Iglesia y para una ecología integral”, gritan “¡herejía, herejía! Eso es panteísmo”. Y denuncian el atentado contra la tradición del noble celibato sacerdotal, por parte de un Papa que diluye la fe. ¿Peligro de cisma? Francisco lo evoca sin temor. Dice que “siempre existió en la Iglesia una opción cismática, siempre”, realizada en varios momentos de la historia y, más recientemente después de los dos concilios llamados Vaticano: el de 1870 proclamó la infalibilidad del Papa, lo que provocó el cisma de los “Cristianos viejos”, estimables intelectuales opuestos a semejante pretensión; Vaticano II que indignó a Monseñor Lefebvre y sus discípulos. En ambos casos, dice Francisco, fue “una separación elitista a partir de una ideología separada de la doctrina, así que rezo para que no ocurran cismas, pero no les tengo miedo”.


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