En los dos sentidos: de que nadie sabe cuál será la decisión del “hombre de la decisión”, el presidente Putin , en cuanto a una guerra eventual contra Ucrania; de que el rublo, como toda la economía de Rusia, sufriría mucho a consecuencia de tal guerra. No me atreveré a predecir de cuál lado caerá la moneda porque me equivoqué una vez, precisamente a propósito de Putin y Ucrania. En 2007, en mi libro Rusia y sus imperios, anuncié correctamente que Putin atacaría a Georgia, lo que ocurrió al año siguiente; pero, en la misma inspiración, pronostiqué que molestaría a Ucrania de mil maneras, para que volviera bajo su control, pero que no usaría su ejército. Lo usó en 2014 y hasta la fecha.

No adivino. Cuando mucho, intento analizar y entender. Por lo pronto me quedo muy triste, para no decir consternado, al contemplar dos fotos: en una, que hizo la primera plana de EL UNIVERSAL , el domingo pasado, un capellán militar ortodoxo bendice a soldados ucranianos; en la segunda, un capellán militar ortodoxo bendice a soldados rusos. ¡Hermanos cristianos!

Vladímir Vladimírovich Putin, en su empresa de restaurar la potencia mundial de Rusia, induce al historiador en la tentación de creer en la antigua versión griega, o mexica, o nietzscheana de la historia como ciclo, eterno regreso que se cierra sobre sí mismo, serpiente que se muerde la cola. Y contemplo otra foto, la del hermano Putin rezando al lado de su director de conciencia. Cuando la URSS se esfumó, por la decisión de separarse que tomaron los tres presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, se presentó la exaltante posibilidad para los rusos de liberarse del fardo imperial. La URSS había heredado el imperio de los zares e intentó hacer de aquel, ya no “la cárcel de los pueblos”, sino un Imperio supranacional. Fracasó, lo que dio a Rusia la posibilidad de ser una república democrática (y a Ucrania también).

Por desgracia, “las ideologías imperiales tienen una fuerza de inercia mítica y mística que ni las más grandes catástrofes pueden vencer” (H.G. Beck, 1972) y Vladímir Vladimírovich , a la vez que afirma que la desaparición de la URSS fue la mayor tragedia del siglo XX, demuestra la resistencia de la ideología imperial. No quiere resucitar la Unión Soviética leninista-estalinista, quiere resucitar el Imperio, por eso le importa tanto Ucrania, “cuna de la rusidad”.

Ha leído a un extraño y maravilloso pensador ruso del siglo XIX, Konstantin Leontiev , propagandista del neo-bizantinismo (el Imperio Ortodoxo) como la doctrina política que debía guiar a Rusia: “Quién observa la vida rusa y el Estado ruso, verá que el bizantinismo, es decir la Iglesia y el Zar, de manera directa o indirecta, pero siempre profunda, penetra nuestro organismo social. Nuestra fuerza, nuestra disciplina, nuestra historia, nuestra educación, nuestra poesía… todo lo que hay de vivo en nosotros está ligado a nuestra monarquía santificada por la Ortodoxia, de la cual somos los herederos y representantes en todo el universo. Bizancio nos organizó, el sistema de ideas bizantinas fundó nuestra grandeza, en relación con nuestros principios sencillos y patriarcales, nuestra materia eslava.” (Bizantinismo y Eslavidad, 1884).

Y contemplo al zar Vladímir rezando a los soldados en la nieve, inclinando la cabeza para recibir la bendición; y recuerdo al gran poeta ruso exiliado, Joseph Brodsky, autor de Lejos de Bizancio. ¡Cómo les deseo a los hermanos rusos alejarse de Bizancio! Las esperanzas democráticas de Rusia desaparecieron a finales de los años 1990, cuando la última guerra de Chechenia inició el regreso paulatino, ahora acelerado, del Imperio. Rusia dejó de ser una república democrática y el Imperio hace sentir su fuerza en Bielorrusia, Moldavia, Armenia, Georgia, Kazajistán. Amenaza a Estonia y, desde luego, a Ucrania, porque Lenin dijo: “Ucrania es la cabeza de Rusia”. El círculo se cierra, la serpiente se muerde la cola. Amén.


Historiador

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