La escala de lo que hace China y de lo que pasa en China es fenomenal, como corresponde a su peso demográfico de mil trescientos millones de personas. Lean el último libro de Peter Frankopan, Las nuevas rutas de la seda. Presente y Futuro del mundo, con la conclusión de que, si bien todos los caminos solían llevar a Roma, hoy llevan a Pekín. “Lo que es indudable es que las rutas de la seda están en ascenso. Y continuarán estándolo. La forma en que se desarrollen, evolucionen, y cambien dará forma al mundo del futuro, para bien y para mal”.
El año pasado, China pasó por la mayor epidemia animal de la historia al matar 300 millones de puercos (una ganga para los porcicultores mexicanos), cifra que da la dimensión de las acciones del Imperio de En Medio. China (con la India) produce el 80% de los antibióticos y demás medicamentos vitales contra diabetes, mucoviscidosis, etc. de modo que el mundo entero depende de su industria farmacéutica. China ha comprado puertos en Grecia, Italia, Europa del Norte, África (no sé qué pasó con el canal de Nicaragua); construye paso a paso su dominio marítimo y militar en el Pacífico asiático; tiene bajo control (chantaje, dicen algunos) los países como Sri Lanka, donde ha construido grandes obras públicas: su “generosidad” termina siempre siendo muy costosa. Ha reducido con sus presas el flujo del gran río Mekong, al grado de que los países, río abajo, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam sufren sequías sin precedente que afectan a las decenas de millones de personas que viven del río.
Son unos pocos ejemplos, nada más, de la grandeza de China y de su impacto en el mundo, en el momento preciso de la ausencia de Estados Unidos, momento presidido por Donald Trump y, ahora, agravado por la pandemia. Hace poco Francisco Valdés Ugalde publicó en nuestras columnas “La pandemia de los mandarines”; un artículo muy meritorio, cuando se han multiplicado las manifestaciones de admiración y agradecimiento al gobierno chino por su manejo “ejemplar” del confinamiento y del desconfinamiento, y por su generosidad al mandar mascarillas a los cuatro vientos. Un artículo muy meritorio porque se atreve a decir que el rey va desnudo, que los mandarines chinos tuvieron grave responsabilidad en la pandemia: tardaron demasiado en tomar las medidas necesarias y en alertar al mundo. Marie Holzman, sinóloga conocida, pero satanizada por las autoridades chinas por sus relaciones con los disidentes chinos, desde 1989, está convencida que la pandemia hubiera podido evitarse si el régimen no hubiera disimulado la verdad. Una, dos, tres semanas hacen toda la diferencia entre epidemia y pandemia, entre problema y catástrofe, como lo demuestran las tres semanas de retraso a reaccionar en los casos de Italia, España, Francia y Estados Unidos. Trump no pudo disimular la verdad, pero negó la gravedad del problema, como Boris Johnson y ¿cuántos más?
Hay serias dudas, también, tanto sobre el número de casos y de muertos. Habitantes de Wuhan mandaron a parientes expatriados, fotos de las colas frente a los crematorios y afirmaron (dato imposible de averiguar) que se distribuyeron seis mil urnas funerarias. Lo que sí es cierto es que las voces de los médicos que señalaron, desde diciembre, la presencia del virus, fueron ahogadas. Castigados, amenazados, a veces encarcelados, esos médicos ya no pueden decir nada. No tenemos noticias de la doctora Ai Fen, directora del servicio de urgencias de un hospital en Wuhan, una de las primeras en señalar el peligro en diciembre de 2019.
En cambio, el mandarín en jefe, el presidente Xi Jinping, “está reescribiendo la Historia, poniéndose la máscara de salvador de la humanidad” (Marie Holzman). Mientras se disfraza de salvador del mundo, las fuentes oficiales corren la voz que fueron soldados americanos los que llevaron el virus a Wuhan. El hospital de esta ciudad intentó apagar la “fake new”, precisando que los americanos tratados en el hospital, en 2019, eran deportistas que sufrían paludismo. Vano esfuerzo.
Historiador