Los de mi generación, los cinéfilos y los fans de Stanley Kubrick han de recordar su película de 1964, dos años después de la pavorosa crisis de los misiles en Cuba: Strangelove. O cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la Bomba. Un general de las fuerzas aéreas de los EU planea una guerra nuclear contra la URSS, desobedeciendo las órdenes del presidente y del Pentágono. Los servicios de seguridad saben que, en tal caso, la réplica automática instantánea del adversario será la guerra nuclear total y el fin de la humanidad. Después de un suspense, durante el cual todo parece que va terminar bien, el general logra lo suyo y la película termina con el hongo nuclear al sonido del Aleluya de Haendel.
El exteniente-coronel del KGB, Vladimir Putin, que sueña con ser presidente de Todas las Rusias, ha puesto sus fuerzas nucleares en estado de alerta y dispone de unas 4 mil cabezas nucleares. En dos ocasiones ha dado a entender que no dudaría en emplear un arma que causaría “una destrucción sin precedente y de la cual no tiene idea” el maldito Occidente depravado y decadente. Su ejército, además de arrasar las ciudades de Ucrania que no logra conquistar, y de masacrar los civiles en sus casas, en hospitales y maternidad, ya emplea armas internacionalmente prohibidas como las bombas de fragmentación, racimos y otras delicadezas. ¿Dudaría en emplear algunos misiles con cabeza nuclear? En tal caso ¿qué harían sus generales?
¿Daría el Patriarca Kirill su bendición? ¿Por qué no? La Iglesia Ortodoxa de Rusia les ha dedicado varios templos a todos los sectores de las fuerzas armadas, siempre amparados por un santo patrón. Por ejemplo, las fuerzas nucleares rusas se recomiendan a San Serafim de Sarov, un santo varón del siglo XIX que admiro mucho. El patriarca apoya la invasión de Ucrania y ha repetido que se trata de “destruir las fuerzas del mal que se oponen a la unidad de Rusia y a la de la Iglesia Ortodoxa de Rusia”, a un Occidente “decadente que nos ofrece felicidad y libertades (...) ¿Cuál libertad? La de la Gay pride” (Sermón del primer domingo de Cuaresma).
Esa actitud le va a costar caro a Kirill. Hasta el fatídico lunes 24 de febrero, varios millones de cristianos ortodoxos en Ucrania seguían fieles al Patriarcado de Moscú. Hoy más del 70% están dispuestos a pasarse a la Iglesia Ortodoxa Ucraniana, reconocida en 2019 por el Patriarcado de Constantinopla y su metropolita, Onufrii, llamó a resistir a la invasión, como el metropolita Epifanio, cabeza de la I.O.U. Una de las muchas consecuencias de tantos años de agresión contra Ucrania por parte del coronel Putin, es la ruptura entre el Patriarcado (imperial) de Moscú y el Patriarcado Ecuménico de Constantinopla.
Por cierto, los católicos pueden legítimamente extrañar los silencios del papa Francisco sobre la guerra. Ha llamado a la suspensión de “la guerra”, sin condenar formalmente la invasión. El primer domingo de Cuaresma, cuando Kirill sermoneaba a favor de la guerra, Francisco pedía negociaciones y ofrecía los buenos oficios de la Santa Sede. ¿Por qué tal prudencia? Desde su brevísimo encuentro con Kirill, en el aeropuerto de la Habana (febrero 2016), sueña con realizar la unión de las Iglesias, algo que no han logrado sus predecesores. Firmaron entonces una declaración (dos años después de la anexión de Crimea y del inicio de la guerra permanente en Donbass) invitando “a todas las partes del conflicto a la prudencia, a la solidaridad social y a trabajar por la paz”. Ucrania le parecía un obstáculo al acercamiento con Rusia. En diciembre de 2021, repitió: “Estoy siempre listo para ir a Moscú.” Tendrá que esperar. Lleva excelentes relaciones con Bartolomeo, Patriarca de Constantinopla, el cual condenó duramente la invasión y le abrirá los ojos.
Además, “lo peor está por venir”, bien lo dijo el presidente Macron, y lo peor viene cada día. ¿Hasta donde? No quisiera escuchar el Aleluya de Haendel desatado por el coronel Putin y el doctor Strangelove.
Historiador en el CIDE