“La baraja estaba repartida antes de nuestra llegada a este mundo. Empezamos por jugar muy mal, porque ignoramos que es un juego y porque nadie nos ha enseñado cual podría ser su naturaleza. Descubrimos las reglas solamente al jugar. Somos como los habitantes de Pompeya que no conocieron todo el ascendiente del Vesubio sino al sofocar debajo de su ceniza. Eso es decir cuán mal lo jugamos todo”, reflexiona Pascal Quignard en su último libro, L’amour, la mer.
“Ceniza”, la palabra me evocó en seguida el célebre texto de Paul Valéry (1919): Nosotros civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales, escrito al salir de la guerra mundial. Ahora que la guerra en Ucrania ha cumplido un año, lo vuelvo a leer: “Sabíamos que toda la tierra aparente está hecha de cenizas, que la ceniza significa algo; percibimos, a través del grosor de la Historia, los fantasmas de navíos inmensos que estuvieron cargados de riquezas y de espíritu; no podíamos contarlos”.
¿Qué hacer? Esa pregunta, tan vieja como el mundo del homo faber, del hombre que hace, es de actualidad, como siempre, más que nunca, tanto para nuestro país sacudido por la violencia criminal y dividido por las pasiones políticas, como para el mundo interconectado y globalizado, afectado, por más que muchos lo ignoran, por la guerra en Ucrania, la guerra del gobierno ruso contra Ucrania y los ucranianos.
Doy clases, escribo, publico; ¿es un compromiso personal, me comprometo personalmente? Leo y releo el texto viejo de 85 años y siempre actual de Paul- Louis Landsberg, “Reflexiones sobre el compromiso personal” (Esprit, septiembre 1938). El joven filósofo alemán había dejado el Tercer Reich para enseñar en Madrid, Barcelona y París. Arrestado por la Gestapo como miembro de la resistencia francesa, murió en 1944 en campo de concentración. Nos interpela: “Aventado en un mundo lleno de contradicciones, cada uno de nosotros siente seguido la necesidad de retirarse del juego (“Juego”, dice Quignard) y meterse a un lado, incluso “encima” de los acontecimientos… Pero, pronto, nos damos cuenta que tal actitud no corresponde a nuestra verdadera situación. Al contrario, nuestra existencia humana está tan implicada en un destino colectivo que nuestra propia vida no puede ganar su sentido si no es participando en la historia de las colectividades a las cuales pertenecemos. En la medida en que vivimos en plena conciencia esa participación, realizamos la presencia histórica esencial en la humanización de todas las consecuencias que tiene tal concepción”.
La neutralidad, supuestamente indispensable para la objetividad en el conocimiento, es una peligrosa ilusión porque llevaría a la división de la humanidad entre “intelectuales impotentes y bandidos irresponsables”. Pues, me parece que no estamos muy lejos de vivir una situación muy semejante. En el escenario internacional, en las guerras en curso (y las hay muy mortíferas no solamente en Ucrania, sino en Congo, Etiopía y otras partes olvidadas), la no-intervención de unos ha dado libre curso a la agresividad sin escrúpulos de otros. La aceptación internacional tácita de lo que hicieron las fuerzas armadas rusas en Chechenia a partir de diciembre de 1999 –la responsabilidad es de sus jefes civiles, empezando por el presidente Putin– invitó a las agresiones siguientes que culminaron en febrero de 2022.
“La inteligencia, prosigue Landsberg, podría constatar todo, explicar todo, justificar todo o más bien nada… Ese punto de vista de una inteligencia radicalmente separada de la totalidad personal no puede contentar a los hombres en una época de crisis histórica y social que se vuelve, tarde o temprano, en la crisis personal de cada uno”. Sin compromiso nuestro, el mundo queda entregado a las fuerzas más ciegas y destructoras. No se entiende la historia de nuestro tiempo sin solidarizarnos, sin identificarnos a una causa. Tal compromiso no tiene nada que ver con el fanatismo ciego, sino implica un perpetuo examen de la situación y de uno mismo. Somos seres de pasiones y emociones, antes que cerebrales. No hay que olvidarlo.