Putin y Trump parecen ser los malos del cuento, y lo son; los hay peores y mucho peores y la lista sería larga; para colmo, asistimos a la erosión de los principios democráticos hasta en las sociedades políticamente democráticas. Vladimir Putin anunció que revocará un protocolo sobre la protección de los civiles durante los conflictos armados, protocolo fundado en la Convención de Ginebra de 1949, y le negó toda legitimidad a la Comisión de Investigación Humanitaria, emanación de dicho protocolo. En las Américas y en Europa, cuando se trata de los migrantes, los derechos del hombre se vuelven letra muerta. “Obedezco, pero no cumplo”, parece ser el lema de los Estados democráticos. Ni mencionar a los autoritarios y dictatoriales… Sí, hay que mencionarlos porque es escandaloso que más de una vez un régimen que viola sistemáticamente los derechos del hombre ocupe un sillón en la Comisión de los Derechos del Hombre de la ONU: un tiempo el gobierno de Kadafi en Libia, ahora el gobierno de Maduro en Venezuela…
Burlados cuando no violentados, los derechos del hombre se encuentran criticados por tirios y troyanos: los califican de hipócritas, ingenuos, inefectivos, demasiado abstractos para aplicarse a sociedades concretas: ¿Cuáles derechos de la mujer en sociedades patriarcales o sometidas a leyes religiosas, usos y costumbres que van desde la venta de niñas hasta la muerte civil de la mujer, pasando por ablaciones mutiladoras?
En regímenes democráticos, el Estado ha considerado siempre con desconfianza el principio mismo de unos derechos internacionalmente definidos: reconocerlos sería una renuncia parcial a la soberanía nacional. Uno puede contestar que la soberanía reside en el pueblo, pero, de hecho, la noción de soberanía se afirma de tal manera que reside en el poder estatal. A escala internacional, hoy en día, asistimos a un derrumbe de los principios democráticos sobre los cuales se han montado los derechos del hombre. El resultado es que las instituciones y los mecanismos que deberían garantizar la libertad de las personas y de los pueblos están quebrados. El gobierno chino puede hacer lo que quiere con los tibetanos y los uigures; numerosos gobiernos pueden en toda impunidad deportar, castigar, masacrar sus minorías étnicas o religiosas, no hay quién les ponga un alto. El presidente Trump puede cancelar medidas y compromisos, violar derechos adquiridos, levantar un muro que es una ofensa a la humanidad y a la naturaleza toda; los gobiernos europeos interpretan el derecho de asilo, inscrito en sus legislaciones, de la manera más restrictiva, mientras que el Mediterráneo es la tumba de miles de personas.
Nuestro México no canta mal la ranchera, cuando sus autoridades se vanaglorian de su política de arresto y deportación de cientos de miles de migrantes, algo que le vale las felicitaciones de nuestro querido amigo Donald Trump. ¿Cuántas veces la ONU y los defensores de los derechos humanos nos han denunciado en los últimos años? Digo “en los últimos años”, para no remontar a los años 1930 cuando la Sociedad de las Naciones, la ONU de la época, condenaba a México y a la Unión Soviética por su violación de la libertad religiosa. Hace poco, la ONU señaló a México que “el abuso de la prisión preventiva es contrario a la esencia misma del Estado democrático de derecho ya que, por un lado, es abiertamente violatoria del derecho internacional de los derechos humanos y, por otro, es un factor determinante de la calidad de administración de la justicia”. La Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la ONU poco después de su creación, reza: Toda persona tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad.
Gracias a nuestros diputados y senadores que acaban de multiplicar las posibilidades de recurrir a la prisión preventiva, de manera claramente abusiva, gracias a otras legislaciones votadas por ellos, como la extinción de dominio y leyes fiscales terroristas, México ha abandonado el principio sagrado de la presunción de inocencia.
Historiador