Walter Lippmann (1889-1974), de la generación de mis abuelos, fue un gran periodista norteamericano, comprometido con la sociedad y el mundo, un verdadero liberal, defensor de las libertades democráticas, que tuvo un papel discreto, pero decisivo, en “los arreglos” que pusieron fin a nuestro conflicto religioso y a nuestra guerra civil de la Cristiada, en junio de 1929. En 1922 publicó Opinión Pública, un libro premonitorio, si uno piensa que Mussolini estaba a punto de tomar el poder y que Hitler era un desconocido. Señalaba lo peligroso que era para la democracia la manipulación de la opinión pública, el efecto dañino de la propaganda, a la hora del sufragio universal. No utilizaba la palabra fake-news, que aún no aparecía, pero trataba el tema.

En 1937, año de publicación de su libro La buena sociedad, pudo decir que la historia reciente demostraba cómo el principal orador de Alemania se había convertido en tirano por la fuerza de su palabra; excelente discípulo de Mussolini, había rebasado a su maestro y su éxito confirmaba la sospecha de Hobbes: la democracia tiende a degenerar en una oligarquía de oradores. En esa época, en los Estados Unidos, en las cadenas de radio, un temible orador despotricaba contra el presidente Roosevelt y su New Deal: el demasiado popular sacerdote Charles Coughlin; tan popular que Roosevelt le pidió al Secretario de Estado de la Santa Sede, el futuro papa Pío XII, durante su visita a Washington, callar al “Radio-sacerdote”, el ancestro de los actuales “telepastores” evangélicos de Brasil. Había empezado como partidario de Roosevelt, pero su obsesión por la “Justicia Social” y su denuncia del capitalismo lo llevaron al antisemitismo furibundo y a volverse un propagandista de Mussolini e Hitler. Su popularidad con millones de auditores confirmó, para Lippmann, que había que salvar la democracia de sus debilidades naturales y cerrar el paso al despotismo. Tenía también el ejemplo muy reciente de Huey Long, “el Rey”, gobernador y cacique de Louisiana, un populista que el presidente Roosevelt no lograba vencer. Asesinado en 1935, conservó una popularidad póstuma. Robert Penn Warren lo pintó en su novela All the King’s Men (1946), llevada la pantalla por el gran Raoul Walsh.

¿Cómo desarmar a los oradores sin matar la libertad de expresión? Si no queremos callarlos, antes de que sea demasiado tarde, hay que armar a los que los escuchan y los ven, para que sean capaces de discernimiento y sepan rechazar su machacona influencia. Bien dijo el Doctor Goebbels que una enorme mentira pasa mejor que una pequeña. Si uno puede percibir que es mentira, importa poco que sea pequeña o grande. En un país donde la libertad de palabra es el privilegio de todos, la única manera de defender las otras libertades es dotar los ciudadanos de la capacidad de criticar lo que escuchan, ven o leen. La gente educada en los valores liberales es impermeable, en general, a la influencia de los que hacen un uso indebido, deshonesto, mentiroso de los medios de comunicación.

Un buen lector de Walter Lippman escribía en 1940 o 1941, a la hora de los triunfos de Hitler, antes de Pearl Harbor, que un ciudadano democrático es un sujeto independiente que ejercita su libre juicio, en posesión de principios que dirigen la acción hacía los fines legítimos. Además, “un líder democrático gobierna sólo guiando esa libertad, no imponiéndose a ella”.

Al hablar de los padres fundadores de su país, Lippmann reflexionaba: “Comencé a pensar que era muy significativo que hombres educados así hubiesen fundado nuestras libertades y que nosotros que estamos educados de distinto modo administramos mal nuestras libertades, corriendo el riesgo de perderlas. He llegado a creer que eso es la clave principal del enigma de nuestra época, y que los hombres dejan de ser libres porque ya no se les educa en las artes de los hombres libres”.

Historiador