Como Stuart Mill advirtió y Tocqueville demostró en “La democracia en América”, es fatalmente fácil confundir el principio democrático de que el poder debe estar en manos de la mayoría con la pretensión para nada democrática de que la mayoría en posesión del poder no tiene ningún límite en su ejercicio. “Es el riesgo que corremos, dijo H.L.A. Hart, (en 1959), y que tenemos que arrostrar alegremente, porque es el precio de las excelencias del régimen democrático; pero la lealtad a los principios democráticos no nos exige agigantar ese riesgo”.
Corremos otro riesgo, señalado por Daron Acemoglu y James Robinson en “El pasillo estrecho”; los mexicanos tardamos mucho en entrar al pasillo estrecho que lleva a la libertad, bien podríamos salir prontamente de dicho pasillo. Como es bastante estrecho, es muy fácil desviar sobre la derecha o la izquierda, lo peligroso es la salida que lleva al fin de la libertad. Nuestra transición democrática empezó en 1977, con una reforma política interesada que buscaba desarmar a la guerrilla: boletas de voto en lugar de balas. Culminó en 2000 cuando el PRI perdió la presidencia. Por desgracia, cuando recuperó el poder en 2012, gracias a una alternancia perfectamente democrática, demostró que no había aprendido nada y nada había olvidado. ¡Doce años lejos del poder! Llegaron con un apetito desenfrenado para recuperar el tiempo perdido y lo bueno que pudieron hacer algunos ministros se perdió en medio de la corrupción, del enriquecimiento brutal que provocó la indignación general, un verdadero “social vomiting” que hizo de Andrés Manuel López Obrador el hombre de la esperanza.
El hombre de la esperanza, “un hombre fuerte que afirma defender al pueblo frente a las elites y que pide se relajen los controles institucionales para poder servir mejor al pueblo. ¿Resulta familiar?”. Eso preguntan Acemoglu y Robinson en el párrafo “Peligro en el horizonte”. Eso pasa en muchos países. Podría ser mañana en Francia donde Marine Le Pen afirma, representar a los patriotas contra los globalistas neo-liberales.
A veces pienso que somos un país especial; otras, que somos un pueblo maldito. Desde siempre. Hubo mexicanos que engañaron y fusilaron a Iturbide cuando regresaba a México para defenderlo de la Santa Alianza. Hubo mexicanos que calumniaron y hubieran fusilado alegremente a Valentín Gómez Farías el reformista. Los hubo para criticar a los pocos que asumieron la idea de una nación en concordia, a Madero por ejemplo, que traicionaron. Traicionaron a Zapata, Carranza, Villa, a los cristeros, a los agraristas. Centralistas y federalistas, conservadores y liberales, clericales y anticlericales, todos mexicanos, todos adeptos de la guerra civil. Odiándose unos a otros, desde el primer día de la guerra de independencia hasta nuestros días. No es consuelo que muchos países, pueblos de América se encuentren en la misma situación, en la misma permanencia histórica, que brille el sol o llueva. En la misma y eterna guerra civil. Deseo que se quede en las mentes, las palabras, y que no crucemos la delgada línea roja de la sangre. Lenin dijo que después de cruzarla, no hay marcha atrás.
Viví el 68 y la represión, los años de plomo de la Liga 23 de septiembre y de la Brigada Blanca, de la guerrilla de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas, su destrucción por el ejército, el Jueves de Corpus y los halcones, la devaluación de 1976 y el derrumbe total de 1982, la transición democrática y el EZLN, el “error de diciembre” y la esperanza del año 2000 y la crítica elección de 2006. Bien pude citar la sabiduría popular: “no hay mal que por bien no venga.” ¿y ahora? Ahora, más que nunca, los que ganaron las elecciones deben recurrir a la invención ateniense de la democracia institucional como alternativa a la guerra civil. De ellos será la decisión.