Nuestro tiempo es testigo de extrañas confusiones. Por ejemplo, la extrema izquierda latina y europea cita y admira a Carl Schmitt, el inteligentísimo nazi que nunca se arrepintió, mientras que, en Francia, la derechista Marine Le Pen cita todo el tiempo al admirable Gramsci, víctima del fascismo italiano. Pero, además de confusiones, se multiplican las mentiras oficiales, amplificadas por las redes. En consecuencia, urge decir la verdad, no mentir, no disimular nada. Hace dos años, el filósofo ucraniano Konstantín Sigov nos invitaba a “decir lo verdadero”, a difundirlo para informar y despertar a las opiniones públicas, desengañar a los que escuchan a Putin en nuestros países democráticos.
Así, cuando la agresión rusa contra Ucrania entra en el séptimo mes de su tercer año –la mitad del tiempo que duró la primera guerra mundial–, hay que recordar ciertas cosas y dar informaciones ciertas. Por ejemplo, presentar esa página ejemplar del Manual del soldado (ruso), en su edición 2022, de la Secretaría de la Defensa de la Federación de Rusia, edición posterior a la agresión y destinada a las reclutas movilizadas: “Ucrania, como Estado, no existe, es un territorio de la antigua URSS, temporalmente ocupado por una pandilla terrorista. Todos los poderes están concentrados entre las manos de ciudadanos de Israel, de los Estados Unidos y del Reino Unido. Ellos orquestaron el genocidio de los habitantes indígenas (…) Hoy, todos nosotros, rusos ortodoxos y musulmanes, budistas y adeptos del shamanismo, luchamos contra el nacionalismo ucraniano y el satanismo mundial que lo sostiene”.
El texto retoma casi palabra por palabra el artículo de 2019 de Serguei Glazov, consejero economista de Putin; en octubre de 2022, el general Alexei Pavlov, entonces adjunto del general Guerasimov, jefe del Estado Mayor General, afirmó que el deber de Rusia es “desatanizar a Ucrania … avasallada por una enorme secta totalitaria, dirigida desde Washington, y que ha instalado cientos de cultos neopaganos, sin contar con el movimiento judío hasídico ortodoxo Habad-Lubavich”. Es notable el tufo antisemita de ambos textos. El presidente Putin había anunciado su voluntad de “desnazificar y desmilitarizar” a Ucrania, liberándola de su gobierno golpista instalado por Occidente. Sigue hablando de una “guerra impuesta a Rusia”, “una guerra de agresión del Occidente colectivo”. Elemental, mi querido Watson, el agresor se disfraza de agredido. Sin embargo, hay que tomar en serio ese discurso que encarga al pueblo ruso una misión imperial contra el gran Satanás occidental. Putin no inventa, sino, de manera ecléctica, retoma una antigua pulsión moscovita de amor/odio con Europa, muy anterior al nacimiento de Estados Unidos.
Pensada como “Operación Militar Especial” que acabaría en pocos días con el gobierno del presidente Zelensky y tomaría control de la mayor parte del país, empezando por la capital Kiev, la gran guerra en Ucrania rebasó los treinta meses y va para largo. Como siempre, la guerra, imprevisible en su desarrollo y en sus consecuencias, saca a la luz muchas cosas. Señaló la ceguera del famoso “Occidente” que se negó durante veinte años a tomar en serio la palabra del presidente ruso, y su sordera frente a los gritos de muchas Casandras. Demostró la existencia de la nación ucraniana, allende de todos sus pluralismos lingüístico, religioso, político; la existencia de un Estado ucraniano; el heroísmo de todo un pueblo que sufre terriblemente la destrucción sistemática de todo, infraestructuras, patrimonio artístico y la muerte de tantos civiles y combatientes.
La tercera verdad es que la guerra escribe una página negra para las fuerzas democráticas rusas, castigadas por el régimen de Putin desde tantos años. Victor Erofeev, el escritor ruso en exilio en Berlín, pregunta: “¿Una Rusia sin porvenir o un porvenir sin Rusia?”. Intenta imaginar los próximos capítulos de la guerra y lo que pasará con Rusia, una vez restaurada la paz. Trabajaremos, con el arma de la verdad, en la reconciliación de los pueblos hoy enfrentados.