No es un artículo contra el tabaquismo, sino un clavado en el pasado para ver cómo fue recibida la novedad del tabaco en el Viejo Mundo, en los siglos XVI y XVII. Tabaco, chocolate y café participaron en una revolución cultural que provocó reacciones por parte de las autoridades políticas y religiosas. Los americanos consumían tabaco uno o dos milenios antes de la llegada de los españoles: en polvo, en pasta, en hojas, por la nariz, la boca, los pulmones. El doctor Miguel Hernández, a fines del siglo XVI, notaba que, en polvo, aspirado por la nariz, provocaba “casi embriaguez” y que lo usaban para curar, adivinar, vaticinar. Españoles y portugueses lo adoptaron en seguida; los ingleses no tardaron: el famoso pirata Francis Drake lo introdujo en Inglaterra en 1585 y Walter Raleigh, favorito de la reina Elizabeth, popularizó su consumo en pipa. Raleigh… una marca famosa en México.
El rey James I denunció el “vicio” y el papa Urbano VIII intentó prohibir su uso, pero la expansión del cultivo y consumo fue irresistible. En Europa como en América se volvió en seguida un hábito placentero, no castigado. En tierra de islam, esta “costumbre de los cerdos cristianos” fue duramente reprimida con terribles castigos físicos, tanto en las Indias, como en el imperio otomano y en Persia. China y Japón no se quedaron atrás y Rusia tomó el mismo sendero, quizá porque la Iglesia, conociendo el uso del tabaco por los shamanes de Siberia, lo ligaba al paganismo. Mezclaban al tabaco a algún alucinógeno para entrar en trance, profetizar, curar.
En 1625, el zar prohibió de la manera más rigorosa el uso del tabaco y decretó tortura y exilio para quién se atreviera a probar polvo o fumar hojas. Su hijo agravó las penas en 1645 y 1649, al declarar que se trataba de un “pecado mortal”: instituyó un tribunal especial para castigar traficantes y consumidores de la “planta del diablo”, con la confiscación de los bienes, la tortura y el exilio; como si no fuese suficiente, el Código jurídico de 1649 añadió a dichos castigos la laceración de las narices (para el consumidor de tabaco en polvo) o de los labios (para el que fuma o masca) y la pena de muerte. El ukase del tsar Alexei, con fecha de junio de 1661, prohibió a los extranjeros residentes en Moscú el comercio del tabaco, bajo las más severas sanciones. Tales leyes y decretos fueron confirmados en los años siguientes, y en 1697 por última vez, por el joven Pedro (todavía no “El Grande”).
Sin embargo, en el mismo año, Pedro, necesitado de dinero, firmó dos ukases autorizando la venta de tabaco en Moscú y otras ciudades, mediante pago de un impuesto. No tardó en seguir el ejemplo de España y de Francia: estatizar el humo, con la creación del monopolio estatal del tabaco, en 1698. “De vicios privados, grandes beneficios”, dirá Bernard de Mandeville en su Fábula de las abejas. Para mayor satisfacción del lobby de productores americanos, de Virginia y Maryland, en la línea de Sir Walter Raleigh (que dio su nombre a la marca más popular de cigarrillos en México, en los años 1960-1980). Además de la lógica fiscal y comercial, Pedro emperador enfrentó con gran gusto a la Iglesia Ortodoxa de Rusia que criticaba la liberalización de la venta y consumo del producto pecaminoso, porque fomentaba el “vicio”. Para Pedro, alentar el tabaquismo participaba de la misma operación revolucionaria que cambiar de calendario, prohibir el uso de la barba, de largos caftanes y de gorros orientales, y abandonar el viejo alfabeto de la lengua eclesiástica. La prohibición de la barba y la obligación de usar “la vestimenta alemana” son del mismo año 1698. No es coincidencia. Tabaco= modernización.