Fue el último día de febrero de 1988, en la nueva ciudad industrial de Sumgait, cerca de Bakú, en el corazón del Azerbaiyán petrolero, en un paisaje dantesco sinónimo de enfermedad y miseria, entre fábricas químicas y chimeneas que lanzan gases tóxicos. Vivían en paz armenios y azeríes cuando estalló el pogrom, corrió la sangre armenia, y la sorpresiva violencia desató el odio entre los pueblos azerí y armenio; terribles acontecimientos cuyas desastrosas consecuencias se hacen sentir hasta hoy y se harán sentir ¿hasta cuándo? Un ciclo infernal se armó en aquel día 28 de febrero de 1988, a la hora de una perestroika que había abierto la caja de Pandora de los nacionalismos mortíferos.
Febrero de 1988, la historia se aceleraba en Armenia con la exigencia popular de un cambio de gobierno; en Azerbaiyán también, con la pronta emergencia de un Frente Popular opositor. En la región del Alto Karabaj, distrito autónomo bajo soberanía azerí desde 1923, poblado por una gran mayoría armenia, un territorio más o menos de la extensión de nuestro estado de Aguascalientes, un fuerte movimiento pedía su incorporación a la república soviética de Armenia. El 28 de febrero todo cayó por tierra cuando, en Sumgait, unas bandas de asesinos, venidos de fuera, penetraron en departamentos, violando, saqueando y matando a familias armenias, bajo la mirada resignada de milicianos pasivos. La censura impuesta por las autoridades agravó los rumores, mucho más peligrosos que la verdad porque desesperaban y espantaban a todos, armenios y azeríes confundidos. Si la agencia Tass no reconoció más de 32 muertos, todos los testimonios coinciden en que el número probable de víctimas fue de más de 350, con miles de heridos. El mismo día, para poner fin a los “incidentes” (palabra oficial), Moscú mandó tropas del MVD (Ministerio del Interior) dotadas de tanques y proclamó el toque de queda. Al otro día, estallaron nuevos “incidentes” en Azerbaiyán, en Kirovabad y poco después en el Karabaj.
En base a testimonios recogidos, el antiguo discrepante Sergui Gregoriants pudo afirmar que los autores del pogrom no eran habitantes de Sumgait, sino elementos enviados desde Agdam, en un convoy de una treintena de autobuses; probablemente drogados o alcoholizados. Con el rostro cubierto, manifestaban un aplomo insólito al atacar primero a los armenios, luego a los rusos. ¿Provocación? Organizados como bandas paramilitares operaban con absoluta tranquilidad, algo impensable en una Unión Soviética famosa por su formidable aparato de seguridad. Gregoriants preguntaba, en la publicación Glasnost, si las autoridades azeríes no estuvieron detrás de la violencia –había tensiones entre el clan de H. Aliev, el hombre fuerte desde 1969, y Moscú– o habían sido sobrepasadas por una situación que se volvió incontrolable.
El resultado inmediato y catastrófico fue el pánico que empujó a la huida a 300 mil armenios que vivían en Azerbaiyán y 200 mil azeríes residentes en Armenia desde siempre. Cifras aproximadas. En Bakú, donde vivían más de 200 mil armenios, se quedaron 40 mil; por un tiempo, nada más, porque en enero de 1990 los alcanzó otra ola de violencia. Moscú intentó minimizar la gravedad de la situación al hablar de “tensiones interétnicas”, pero nadie puede comprender la dramatización de que fue objeto la matanza de Sumgait sin tomar en cuenta el papel de las memorias colectivas. La masacre recuerda extrañamente la guerra “armenio-tártara”, de hecho, armenio-azerí, versión local y transcaucásica de la revolución de 1905 que sacudió el imperio zarista. Entonces, escribía un observador, “las provincias bálticas estaban en plena rebelión, Polonia era ingobernable y el Cáucaso ardía en las violencias étnicas y nacionalistas”. La similitud entre 1988 y 1905 se encuentra hasta en la cronología: los pogroms de Bakú contra los armenios tuvieron lugar del 6 al 9 de febrero de 1905, y precisamente el 28 de febrero de 1905 estallaron los tumultos de Yereván.
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