Hubiera preferido equivocarme en mi texto del 23 de agosto, “Próxima etapa”, cuando me aventuré a pensar que después de transformar Santa Sofía en mezquita, el presidente turco bien podría voltearse hacia la pequeña Armenia cristiana, cuya existencia Turquía no reconoce, porque no reconoce el genocidio cometido contra los armenios a partir de 1915. Escribí: “Moscú reaccionaría peligrosamente en caso de agresión directa, pero Ankara sopla sobre el fuego del conflicto permanente entre Azerbaidzhán y Armenia, por el territorio de Astaj”, más conocido como “Nagorni Karabaj”, “los Altos Negros”, o “El Alto Jardín Negro”.
Ese territorio montañoso, más chico que el estado de Aguascalientes, ha sido una bomba de tiempo puesta por Stalin en 1921-1923, cuando dibujó las fronteras en el Cáucaso, entre Armenia, Azerbaidzhán y Georgia; creó enclaves étnicos en cada una de las tres repúblicas soviéticas: Astaj, poblado con 95% de armenios, quedó en medio de Azerbaidzhán; Najichiván, poblado en 60 % de azeríes, quedó aislado, entre Armenia, Irán y Turquía. En 1988, en medio del caos de la “Perestroika”, empezaron los enfrentamientos entre armenios y azeríes que culminaron con “limpieza étnica”: 300 mil armenios huyeron de Azerbaidzhán y otros tantos azeríes de Armenia. Luego, los armenios de Astaj, 75% de la población en 1991, votaron masivamente su independencia, cuando Azerbaidzhán proclamó la suya. Contra toda previsión, los armenios ganaron una dura guerra que costó 30 mil muertos. No solo Astaj quedó como micro-Estado (no reconocido internacionalmente), sino que su gente ocupó siete distritos azeríes, asegurando así la continuidad territorial con Armenia: otra limpieza étnica con la huida y miseria de los azeríes de Astaj. Desde 1994 imperaba un cese al fuego mal respetado con escaramuzas constantes. En 2016 empezó la brevísima “guerra de los cuatro días” que Rusia paró en seco.
De 1994 hasta septiembre de 2020, ni Rusia, ni los EU ni Europa lograron desatar el nudo gordiano representado por dos principios contradictorios: en derecho internacional, el respeto a las fronteras establecidas; en derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos. Azerbaidzhán quería recuperar su territorio, sin dar garantías en cuanto al estatuto de Astaj; Armenia ponía condiciones drásticas y Astaj no permitía el regreso de los azeríes expulsados. Erdogan puso fin al empate, empujando a “la nación hermana” de manera decisiva: en julio y agosto maniobras militares conjuntas en Azerbaidzhán, antes de una ofensiva masiva que sorprendió a los armenios en una situación de inferioridad militar total. Hay que saber que el rico estado petrolero azerí dedica cada año a su ejército un presupuesto equivalente al presupuesto total de la pobre Armenia.
Putin, a diferencia de 2016, tardó mucho en intervenir. Por la intervención turca y por su poca simpatía para el primer ministro armenio Nikol Pashinian, que llegó al poder por una de esas “revoluciones de terciopelo”. El valor armenio no pudo nada contra la superioridad tecnológica y el ardor de los azeríes que tomaron su revancha. Putin intervino justo antes del K.O. armenio. El armisticio firmado por ambas partes en Moscú el 9 de noviembre devuelve los siete distritos a Azerbaidzhán, pero no dice nada del futuro de Arstaj. 2,000 soldados rusos entraron en seguida para proteger dos corredores, entre los dos enclaves y sus países respectivos. Vae victis, Ay de los vencidos.