Sigamos con las conmemoraciones. El año 1821 fue marcado en el imperio otomano y en Europa por el levantamiento de los griegos cristianos contra el sultán. Fue una época de represión y masacres inauditos, mientras que en Occidente triunfaba el bien intencionado liberalismo. La primera reacción de los gobiernos europeos fue de solidaridad con el sultán, soberano legítimo de un imperio que formaba parte del sistema internacional, mientras que los griegos eran unos sujetos rebeldes y revolucionarios. Los griegos pagaron caro la insurrección de 1821. La situación de los cristianos en el imperio otomano no había sido nunca muy buena: como pueblos conquistados no tenían derechos reales. En el siglo XVIII, con el inicio del declino del imperio, se agravó. Los derechos del patriarca de Constantinopla, jefe nominal de todos los cristianos ortodoxos, se redujeron al triste privilegio de ser el responsable de su conducta. En setenta y tres años desfilaron cuarenta y ocho patriarcas y varios sufrieron el martirio.
En la Semana Santa de 1821, le tocó su turno al patriarca Gregorio V. Cuando llegó la noticia del levantamiento en Grecia, él había promulgado un decreto de excomunión contra los “rebeldes”, invitando su grey a mantenerse fiel al sultán, puesto que toda autoridad viene de Dios. Su decreto no lo salvó de la muerte que enfrentó con sumo valor. Le ofrecieron renegar de su fe. Contestó: “Vanos son vuestros esfuerzos para alejarme de Cristo. El patriarca de los cristianos muere en cristiano”. Eso ocurrió en el domingo de Resurrección de 1821. En la mañana, el patriarca había celebrado la liturgia pascual y había invitado a todos los cristianos del mundo a olvidar las desgracias para alegrarse en ese glorioso día. Estaba repartiendo los huevos de Pascua entre los fieles cuando lo arrestaron. Unas horas después, los genízaros lo colgaron en la puerta del Patriarcado. Luego saquearon y profanaron varias iglesias y mataron a los fieles que se encontraban adentro.
Para sensibilizar la opinión pública internacional, el famoso pintor Eugene Delacroix decidió consagrar una obra a la “Masacre de Chios”, para recordar la matanza que en esa isla del mar Egea hizo veinticinco mil víctimas: además cuarenta y cinco mil griegos fueron vendidos como esclavos. El cuadro de 1822 se encuentra en el museo del Louvre de París. Delacroix hizo bien en escoger ese tema y no el martirio del patriarca Gregorio. Dos años después, en 1824, pintó “La Grecia sobre las ruinas de Missolonghi”. Missolonghi, plaza fuerte estratégica, había caído en manos de los turcos después de una larga resistencia. Fue el acontecimiento decisivo que despertó a Europa a favor de la causa griega, cuando Chateaubriand redacta su “Llamado a favor de la causa sagrada de los griegos”, Victor Hugo escribe “Las Orientales”, Héctor Berlioz compone “Escena heroica, la revolución griega”.
El 25 de marzo, Grecia celebró el día de su independencia. No creo que hayan recordado al patriarca Gregorio, porque su decreto de excomunión contra los “rebeldes” puede interpretarse, de manera anacrónica, como una traición; de la misma manera que uno puede indignarse por los decretos episcopales contra Hidalgo y Morelos, decretos que obedecían a la misma lógica: los obispos y el patriarca hacían una lectura discutible de lo dicho por San Pablo: “toda autoridad viene de Dios”. Todas las conmemoraciones deberían invitarnos a la prudencia, a la modestia y a la humildad. Es demasiado fácil sentirse buenos y valientes, criticando a los muertos. Los historiadores acusaron al patriarca Gregorio de traición y, los más indulgentes, de cobardía y debilidad. El hombre no era traidor, cobarde tampoco, débil mucho menos: murió como mártir.