Hace cinco años, el padre Benito Torres llegó a la Parroquia de la Santa Cruz y Nuestra Señora de la Soledad, en el corazón del barrio de La Merced, una zona azotada por la pobreza y la inseguridad en la Ciudad de México.

En poco tiempo, el sacerdote decidió atender esta urgencia, así que, adicional a sus actividades parroquiales, organizó un comedor comunitario con algunos voluntarios y ollas que pidió prestadas. El primer día acudieron 18 personas en situación de calle, hoy atiende a cerca de 400.

¿Qué pasó ante la pandemia del coronavirus? El padre Benito pensó en interrumpir esta ayuda, pero al final decidió mantenerla. ¿Cómo olvidarse de los olvidados? Y los ‘olvidados’ tampoco se han olvidado del padre, que hoy es auxiliado por 12 personas que él ayudó a salir de la marginación a través de retiros espirituales y talleres para aprender oficios básicos.

Junto con ellos, atendiendo las medidas sanitarias: guantes, tapabocas, y siguiendo las señalizaciones para mantener la sana distancia, la parroquia sigue alimentando a cientos de indigentes entre 9 y 11 de la mañana.

Este comedor comunitario se ha convertido en símbolo de esperanza en una zona en la que a muchos les da miedo pasar, pero donde otros han encontrado razón para vivir; con escaso alumbrado, pero con luz para los excluidos.

Hace unos días, en un marco sombrío, en medio de una llovizna y ante una Plaza de San Pedro desierta, el Papa Francisco se plantó y le habló al mundo de esperanza.

El ambiente de la plaza retrató en buena medida a una sociedad global entristecida por una pandemia que ha dejado miles de muertos, y cuyas repercusiones económicas a futuro apenas nos podemos imaginar.

Sin embargo, con sencillas palabras, el Papa lanzó una cátedra para disipar nuestras tinieblas. “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad”.

“Hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo”.

La realidad del barrio de La Merced, donde se ubica la Parroquia de la Santa Cruz y Nuestra Señora de la Soledad, no es nueva. Y así como esa, hay múltiples realidades enfermas que, previo al encierro obligado por el coronavirus, nos exigían nuestra atención, gritaban por nuestro apoyo.

Ante un momento así de oscuro nos preguntamos dónde está la esperanza. Tal vez no alcanzamos a comprender que, al reconocer nuestra fragilidad, podremos valorar mejor el sentido de la vida y la dignidad de la persona.

El comienzo de la fe, ha dicho el Papa, es reconocer que no somos autosuficientes, y que, si estamos solos, nos hundimos.

“Esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”, dijo.

Este tiempo de encierro seguro vendrá acompañado de sensaciones de desesperación, angustia, tristeza e incertidumbre. Pero es un buen tiempo para reconocernos frágiles y encontrar la esperanza en lo que realmente importa, en escuchar esas llamadas que hemos ignorado, y los gritos que hemos desatendido por egoísmo. Es tiempo de esperanza, no de oscuridad.

Director de Comunicación de la Arquidiócesis Primada de México.
javier@arquidiocesismexico.org

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