El mundo todavía no supera del todo la crisis ocasionada por el COVID-19, y la atención se ha volcado de manera repentina a un fenómeno desgraciadamente nada nuevo, que ha aquejado a la humanidad por más de quinientos años: el racismo sistémico. El mismo mes en que se volvió viral un video donde dos hombres asesinaron indiscriminadamente al joven afroamericano Ahmaud Arbery mientras hacía ejercicio, se volvió noticia a nivel mundial el asesinato del también afroamericano George Floyd a manos del policía Derek Chauvin con el beneplácito de sus colegas en la ciudad estadounidense de Minneapolis.
A raíz de este incidente acontecido el pasado 25 de mayo, que sumó a una deleznable y larga lista de casos de brutalidad policiaca contra minorías (especialmente afroamericanos) en Estados Unidos, a lo largo de las últimas tres semanas se han llevado a cabo diversas protestas y disturbios no solo en Estados Unidos, sino alrededor del mundo. Estos movimientos han recibido diversas respuestas de parte de la sociedad y el gobierno con amplios sectores sociales uniendo fuerzas para exigir la condena y la eliminación del serio problema de racismo y brutalidad policiaca que han prevalecido por años, por un lado, y por el otro, críticas y represión por de parte de gobiernos y sus fuerzas policiales.
Las protestas antirracismo surgen pocas semanas después de las exigencias por parte de poblaciones blancas, así como sectores de extrema derecha y promotores de teorías de la conspiración, para levantar la cuarentena implementada por los gobiernos estatales para hacer frente y detener el esparcimiento del COVID-19. En su afán y descontento por regresar a la normalidad, muchos llegaron a plantarse en ayuntamientos, capitolios y casas de gobierno con armas de alto calibre y uniformes militares, sin sufrir forma alguna de represión por parte de las autoridades estatales o federales y poniendo en riesgo a sus comunidades al exponerse al contagio del virus debido a la alta concentración de personas en violación de la cuarentena.
En cambio, estas mismas voces que protestaban contra las medidas sanitarias ahora condenan las manifestaciones contra la brutalidad policiaca y el racismo, haciendo lujo de viejos argumentos apologistas que buscan minimizar el evidente racismo que ha infectado a las instituciones policiacas en Estados Unidos, al tiempo que buscan deslegitimizar las protestas bajo la idea de que los disturbios y la violencia en la que han desembocado en ocasiones no es la forma correcta de exigir justicia y cambio.
De esta forma, resurge un debate que fue ampliamente discutido todavía previo a la irrupción de la pandemia del COVID-19 tras un año 2019 marcado por protestas y movimientos sociales en todo el mundo. Se trata de la violencia como forma legítima de acción política y protesta. Idealmente, en una sociedad donde el Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza, es el Estado de derecho donde radica la garantía que el gobierno no usará su poder discrecionalmente en contra de la población. Sin embargo, cuando este reprime o ejerce la fuerza de manera injustificada o por motivos racistas, ¿cuál es la respuesta legítima de la sociedad?
Al respecto, vale la pena realizar una serie de apuntes sobre la violencia, ya que esta construcción social se manifiesta de diversas formas, por diferentes motivos, y posee múltiples naturalezas. Entender estas precisiones representa la clave para resolver el debate sobre la violencia como forma de protesta social o al menos para direccionar la discusión hacia un camino productivo y positivo.
Primero, es importante reconocer que la violencia no es únicamente ejercida de manera física o directa. En ese sentido, vale la pena recurrir al concepto de violencia estructural para comprender que incluso a través de prácticas, actitudes, creencias institucionalizadas o al menos solapadas por la sociedad, los seres humanos pueden sufrir violencia, ya que la intimidación, la marginación y la exclusión a la que son sujetos como resultado de estas acciones, no son capaces de vivir en libertad, gozar en plenitud de sus derechos ni satisfacer sus necesidades básicas ni de trascendencia.
Este tipo de violencia es la que aqueja a las minorías y otros grupos desfavorecidos alrededor del mundo. En Estados Unidos este ha sido el caso de afroamericanos y demás grupos discriminados, mientras en Europa las poblaciones migrantes (especialmente musulmanes) han sido el blanco de este tipo de violencia. En México y Latinoamérica, por otro lado, se ha intensificado el esfuerzo por parte de grupos feministas y progresistas para hacer conciencia de cómo este tipo de violencia ha marcado la cotidianeidad de poblaciones indígenas, afrodescendientes y mujeres. El racismo, así como toda forma de discriminación y odio hacia un grupo, representa una de las formas más alarmantes de violencia estructural, y el mayor peligro que implica es que muchas veces esta forma no física de violencia es la antesala de manifestaciones directas, como los crímenes de odio y, cuando se institucionaliza, la brutalidad policiaca contra minorías.
Por otro lado, se habla de violencia revolucionaria cuando un grupo social utiliza la violencia para combatir un sistema que ejerce violencia estructural y física contra la población o algunos sectores que la conforman. Este tipo de violencia surge de los ideales de la Ilustración y busca la liberación y la emancipación de los oprimidos. Su utilización obedece términos prácticos y en la mayoría de los casos no justifica los medios con el fin. Así, se trata de una violencia que no ataca personas o propiedad por odio hacia ellos, sino en cuanto esta persona o propiedad están actuando en representación del sistema opresor al que confrontan. En sociedades que han ejercido violencia estructural contra minorías, negándoles mecanismos democráticos o pacíficos para liberarse y remediar sus aflicciones, medidas como los disturbios y saqueos se convierten en una forma de comunicación política a las que pueden ser presionados a recurrir dependiendo de las circunstancias y coyunturas sociopolíticas.
No obstante, la violencia es un fenómeno inestable y que escala. Un movimiento que inició con intenciones emancipadoras puede accidentalmente ofrecer la plataforma a grupos o entidades oportunistas que, por razones aisladas y egoístas o por estrategia política pueden escalar o ejercer violencia indiscriminada y así pretender la deslegitimación de una protesta y sus reivindicaciones. Este ha sido el caso de muchos escenarios de las protestas antirracistas de las últimas semanas. Se han reportado casos de saqueos orquestados por grupos que no tienen relación con las manifestaciones, así como de infiltrados que buscan dar a las autoridades una excusa para escalar la fuerza represora contra los manifestantes.
Una vez considerando todo lo anterior, se puede deducir que la violencia experimentada en las protestas antirracistas alrededor del mundo no habla tanto de los manifestantes como lo hacen de los sistemas y las sociedades donde se han gestado. Esta violencia, tanto la revolucionaria como la oportunista y la represiva de las fuerzas gubernamentales delatan estructuras desiguales y cargadas de violencia no física pero siempre presente que por años han marginado y oprimido a diversos sectores, siendo las minorías raciales las poblaciones más afectadas. Y en un mundo marcado cada vez más por la polarización y el surgimiento de formaciones extremistas, si no se resuelven estas formas de violencia estructural, lo único que se puede esperar es una mayor manifestación de la violencia, tanto la que busca emancipar y liberar como aquella que solo busca aprovechar las circunstancias, deslegitimar o reprimir.
@javivi_mar