Hace unos días, en medio de una discusión sobre la , un amigo de toda la vida me soltó esta pregunta: ¿y qué ha hecho por ti el poder judicial? Él es un personaje singular: economista, progresista y funcionario público desde hace ya varios años. Lo que me decía, en suma, es que él no conocía a nadie a quien el poder judicial le hubiese hecho justicia. Por tanto, no le sorprendía que a muy pocas personas les preocupara el plan del presidente para dinamitar la judicatura.

Me preguntó si yo conocía a alguien así. Le dije que por supuesto que sí. Cité algunos casos de personas relativamente cercanas a mí: el médico indebidamente despedido que logró que lo reinstalaran en su puesto; la madre que consiguió que el padre de su hija pagara, al fin, la ; el jubilado que, tras una arbitrariedad, finalmente pudo acceder a una pensión digna. Se trata de ejemplos que, desde mi punto de vista, muestran cómo las sentencias judiciales pueden cambiar vidas.

Le decía, además, que debía considerar otra función, menos visible, que tienen los tribunales. Hay decisiones que no solo resuelven los casos del presente, sino que también previenen los conflictos del futuro. Hoy, por ejemplo, prácticamente ningún congreso local se atrevería a prohibir el matrimonio entre personas del mismo sexo, pues sabe que una reforma así estaría destinada a ser invalidada o inaplicada por los poderes judiciales. Esto es así porque los criterios que hace más de una década fijó la , hoy siguen influyendo (para bien) en el comportamiento de los actores políticos. Y esas decisiones, aunque más sutiles, también transforman realidades.

Lee también

Sin embargo, mis ejemplos no lograron disipar su escepticismo. Su punto era el mismo. Él, como seguramente millones de mexicanas y mexicanos, nunca ha podido experimentar concretamente eso que en abstracto llamamos “justicia”: la posibilidad de que los tribunales pongan freno a las arbitrariedades que sufrimos, hagan valer nuestros derechos y, así, pacifiquen los conflictos. Si personas con enormes privilegios, como mi querido amigo, no han vivido en carne propia la protección de la justicia, ¿en qué situación podría estar la persona ciudadana promedio? ¿Cómo decirle que la judicatura ha hecho algo por ella? ¿Cómo pedirle que defienda a una institución que le es ajena?

Por supuesto, la judicatura mexicana no es perfecta, pero sería injusto decir que nunca ha hecho su trabajo. El presidente López Obrador miente cuando dice que en 40 años el poder judicial no ha hecho nada por el pueblo. Basta con revisar las decisiones de la Suprema Corte de las últimas décadas para constatar que hay innumerables sentencias que establecen precedentes importantísimos para proteger la libertad de expresión de periodistas, garantizar el acceso a la salud de todo tipo de personas, salvaguardar nuestros derechos a la privacidad, erradicar todo tipo de discriminaciones, hacer valer los derechos de pueblos y comunidades indígenas, y una larguísima lista de etcéteras.

¿Qué impide que estos criterios tengan un impacto en la vida de la ciudadanía de a pie? Las razones son variadas, pero tenemos un pendiente histórico en un tema clave: el acceso a la justicia. Nuestro sistema de justicia está plagado de barreras que resultan muy difíciles —o, de plano, imposibles— de superar para buena parte de la ciudadanía: desde policías y fiscalías ineficaces y corruptas, hasta defensorías y tribunales saturados que no cuentan con los recursos necesarios, pasando por procedimientos innecesariamente largos y complejos, así como una cultura jurídicamente excesivamente formalista.

Lee también

Mientras esto no cambie, persistirá el gatopardismo nuestro de todos los días: pretender que es posible reformar algo para que todo siga igual. Por eso el “Plan C” judicial de López Obrador es una auténtica patraña. La iniciativa presidencial miente cuando dice que su finalidad es “que el acceso a una justicia pronta, expedita e imparcial, sea una realidad”. Lo que verdaderamente pretende el presidente es purgar, capturar y debilitar a los poderes judiciales. La iniciativa no sólo no resolverá ninguno de los enormes problemas que tenemos en materia de acceso a la justicia, sino que podría dejarnos con un sistema de justicia aún más débil y partidizado.

Por eso, en vez de destruir nuestro muy imperfecto sistema de justicia, tendríamos que discutir y reformar lo que sí podría transformar la vida de millones de personas: construir policías y fiscalías eficaces y respetuosas de los derechos, fortalecer a las defensorías públicas, regular adecuadamente el ejercicio de la profesión jurídica, establecer mejores mecanismos de control sobre los operadores, simplificar los procedimientos y dotar de recursos adecuados y mejores garantías de independencia a los poderes judiciales, especialmente los tribunales locales.

Bien haríamos, además, en reconocer las cosas que sí hace bien el poder judicial y reflexionar sobre cómo sus decisiones afectan nuestras vidas. Doy solo un ejemplo. Hace unos días, el ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá hizo público un proyecto de sentencia en el que propone dejar sin efectos las ilegales reformas al estatuto del CIDE que impulsó , quien afortunadamente pronto dejará su cargo como directora del CONAHCYT. Se trata de una propuesta que no sólo podría pacificar un conflicto prolongado y complejo, sino que podría sentar un precedente importantísimo para la autonomía y la libertad de cátedra en los centros públicos de investigación. Y qué sé yo. Con un poco de suerte, quizá este caso pueda convencer a mi escéptico amigo, quien es un destacado egresado de ese centro de estudios.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. X: @jmartinreyes.

Lee también

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.


mahc

Google News

TEMAS RELACIONADOS