La presidenta Claudia Sheinbaum firmó dos iniciativas con las que busca establecer las leyes secundarias de la mal llamada reforma judicial. Lejos de apaciguar el conflicto entre el oficialismo y el poder judicial, esta decisión añade más gasolina al incendio. En un contexto donde los actores políticos violan suspensiones judiciales con total impunidad, el simple hecho de que la Suprema Corte contemple revisar la reforma ha llevado a que algunas voces propaguen una peligrosa narrativa: la de un “golpe de Estado judicial”. ¿Cómo llegamos a este punto?

El principal responsable es Andrés Manuel López Obrador. En febrero, el expresidente planteó una reforma judicial que no resolvía los verdaderos problemas del sistema de justicia, que violaba diversos derechos humanos y principios constitucionales, y que era francamente imposible de implementar. Sabía que su viabilidad política en el corto plazo era casi nula, pero el llamado Plan C judicial le permitió controlar tanto la agenda de la campaña electoral como la legislativa del nuevo Congreso.

López Obrador propuso, además, lo que muchos consideraban un auténtico disparate legislativo: conseguir la mayoría calificada en ambas cámaras para que, en el ocaso de su mandato, el nuevo Congreso aprobara, entre otras cosas, su polémica reforma judicial. Pese a los pronósticos en contra, lo logró. La sumisión casi absoluta de antiguos y nuevos legisladores permitió que la reforma se adoptara con mínimas modificaciones y en fast track, pisoteando las normas del procedimiento legislativo y violando los principios más esenciales de una democracia representativa.

El resultado fue un verdadero Frankenstein constitucional. La reforma está plagada de contradicciones e incoherencias tan flagrantes que hasta un estudiante de primer año de Derecho —o cualquier persona sensata— podría señalar. El artículo 94 de la Constitución, por ejemplo, establece que la presidencia de la Suprema Corte será ocupada por quien obtenga más votos en la elección popular, durará dos años y será rotativa. Sin embargo, el artículo 97 establece una regulación completamente distinta: la presidencia será elegida por las y los ministros de la Corte, durará cuatro años y prohíbe la reelección inmediata. Estamos no solo frente a una clara antinomia constitucional, sino frente a un ejemplo del caos que podría desatar una reforma judicial mal concebida y peor redactada.

Esta grotesca contradicción, paradójicamente, es menor en comparación con otros problemas. La reforma recorta el periodo de nombramiento de las personas juzgadoras y pavimenta el camino a una purga de proporciones históricas, destrozando así uno de los pilares fundamentales de la independencia judicial: la inamovilidad del cargo. Como si eso no fuera suficiente, la reforma instaura un proceso de postulación en la que órganos políticos podrán evaluar arbitrariamente a las personas aspirantes sin criterios objetivos, lo que pulveriza otro principio clave: la garantía de un proceso de selección adecuado. Lejos de “democratizar” la justicia, esta reforma busca someter al poder judicial.

A nadie debería sorprender que una reforma así —plagada de vicios procedimentales y violaciones sustantivas— haya desencadenado un alud de impugnaciones. Hasta ahora se han interpuesto incontables amparos, juicios electorales, controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad y consultas judiciales. Y no cabe duda que vendrán más. Una reforma que es destructiva en lo institucional, inconvencional en lo jurídico e inviable en lo operativo no puede sino desencadenar una tormenta judicial.

Lo verdaderamente alarmante ha sido la descarada irresponsabilidad de los actores políticos. La Cámara de Diputados, el Senado y el expresidente López Obrador han violado reiteradamente suspensiones judiciales, como si el Estado de derecho fuera una mera sugerencia. La Secretaría Ejecutiva del INE, por su parte, presentó un juicio electoral con una pretensión jurídicamente insostenible: que el Tribunal Electoral invalide las suspensiones judiciales vigentes.

Peor aún, desde el oficialismo se ha impulsado un discurso aún más peligroso: han dicho que las elecciones judiciales se llevarán a cabo en junio de 2025, diga lo que diga la Suprema Corte. Implícita o explícitamente, están dejando claro que no aceptarán un fallo en contra y que sólo acatarán las resoluciones a conveniencia. Abren las puertas, así, a una crisis constitucional y a una erosión de la legalidad sin precedentes.

Por eso llama la atención —o quizá no— que la presidenta Sheinbaum haya presentado iniciativas de leyes secundarias. En lugar de aprovechar la oportunidad para mitigar algunos de los efectos más dañinos de la reforma, se ha alineado con quienes amenazan con el desacato judicial: “La reforma al Poder Judicial ya fue aprobada, es constitucional y el proceso electoral iniciará en unos días, después de la aprobación de estas dos leyes”, declaró. Con esta postura, el oficialismo deja claro que, para ellos, los fallos judiciales son simples sugerencias políticas y no mandatos jurídicamente vinculantes.

En otras palabras, el nuevo gobierno está dejando claro que sólo se someterá al Estado de derecho cuando le resulte oportuno. ¿Por qué impulsar una narrativa que alimenta la crisis constitucional? ¿Por qué insinuar que una decisión adversa de la Corte será desacatada? ¿Por qué adoptar una postura que envía señales negativas a los inversionistas, disminuye las oportunidades de nearshoring y pone en riesgo la prosperidad compartida? A simple vista, parece inexplicable. A menos, claro está, que el verdadero objetivo sea desmantelar el último gran contrapeso institucional y acelerar el camino hacia el autoritarismo.

Javier Martín Reyes.

Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.

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