Es asombroso cómo en ciertos sectores se minimiza el impacto de la del presidente . No me refiero, claro está, a los voceros del oficialismo ni a sus plumas a sueldo. Hablo de otras voces que, de buena fe, creen que la reforma no es particularmente problemática o, incluso, que es potencialmente beneficiosa.

A pesar de que la alarma ha sido activada por los más variados actores —los colegios de la abogacía, la sociedad civil, la academia, los actores internacionales y hasta la relatora de la ONU— hay quien piensa que no pasa nada. Algunas voces incluso compran el cuento de que, en las cínicas palabras de , el Plan C sería “un gran regalo” o “una gran despedida” de Morena a López Obrador, como si todo se tratara de un capricho presidencial más.

Dentro de los escépticos, hay personas de todo tipo: ciudadanía de a pie, personas empresarias, académicas, intelectuales y profesionistas. En ellas y ellas pienso al escribir este texto, quizá con la ingenua esperanza de que, en un contexto tan polarizado, sea posible encontrar algunos puntos de acuerdo.

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Sospecho que parte del problema radica en una visión simplista de la democracia. Nos hemos acostumbrado a equiparar al voto con la democracia, como si el mero acto de votar fuese un infalible rayo democratizador. Pero esta es una concepción parcial, por decirlo de alguna forma. En las democracias, por supuesto que las elecciones son fundamentales, pero es evidente que no son suficientes.

Lo que hoy conocemos como democracia constitucional es la unión de dos pilares esenciales: la tradición democrática y el constitucionalismo. A la primera debemos la noción de libertad como autonomía, esto es, como la capacidad colectiva que tenemos como personas ciudadanas para decidir sobre temas fundamentales: cómo combatir la pobreza y la desigualdad, cómo mejorar la educación, cómo aumentar el empleo, cómo hacer frente a la crisis de seguridad, etc. Sin este poder de decisión, la democracia sería una simulación.

Pero el apellido de nuestras democracias constitucionales es igualmente relevante. De la tradición constitucionalista, nuestros sistemas han heredado la imperiosa necesidad de poner freno al poder absoluto. Para ello, las constituciones han ideado los más variados mecanismos para contenerlo: la garantía de los derechos, la separación de poderes, los pesos y contrapesos y un poder judicial independiente.

Eso es lo que está en juego en México: el fin de los contrapesos institucionales. El de Morena pretende una purga de proporciones históricas de la judicatura y pretende que, en menos de tres años, sea posible reemplazar a todas las personas que hoy son ministras, magistradas y juezas, tanto a nivel federal como local. Igualmente, busca controlar políticamente las elecciones, de tal forma que sea una presidenta de Morena, un Congreso dominado por Morena y eventualmente una Suprema Corte capturada por Morena quienes decidan quién podrá llegar a las boletas y quién no. Y por eso también pretende crear un Tribunal de Disciplina Judicial, electo por el mismo método y encargado de vigilar que ningún juez se desvíe de los intereses de Morena.

Lo digo con sinceridad y con mucha preocupación: no entiendo cómo alguien, de buena fe, no podría estar alarmado. Es cierto: no, no despertaremos en Venezuela del Norte si el Senado aprueba la reforma judicial los próximos días. Pero habría que recordar que las regresiones autoritarias avanzan paso a paso. Y el Plan C es un paso firme, quizás definitivo, en la ruta hacia la regresión autoritaria.

Javier Martín Reyes. Investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. X: .

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